Gustavo Ogarrio Cerca de la medianoche, aturdido por los relatos de Alejandro y por el exceso de vino, notó que su esposa bailaba con Juliana. Estaban abrazadas y mirándose fijamente a los ojos, con el gran abdomen de Juliana en medio; entrelazadas con los brazos de cada una de ellas en los hombros de la otra, cercanas y felices, como si estuvieran meciendo una gran sandía o como para evitar amorosamente que se les cayera. Si no fuera porque estaba vencido y somnoliento, ajeno contra su voluntad a todo lo que se movía en el cristal borroso de aquella noche, juraría que su esposa se besaba al pie de los mascarones con Juliana. Se quedó dormido en el sillón de la terraza justo cuando Alejandro le murmuraba algo al oído, en un habla bizarra y espectral, algo que días después él tan sólo alcanzó a traducir así: “¿Qué tal la nueva vida? ¿Qué tal los viajes? ¡Cuánto nos vas a extrañar ahora que regreses!”. Despertó en el asiento trasero de su automóvil, estacionado en el garaje. Abrió la puerta al tiempo que percibió el olor a vómito, quizás ya petrificado en su camisa, en su pantalón, en los asientos y en el piso del coche. Subió para ducharse. Escuchó los pasos de su esposa y unas cuantas palabras: “No me gustó nada lo de anoche. Cada vez estás peor. ¡Me das asco!”. La tarde de esa resaca recordó una y mil veces las últimas palabras de Alejandro. Más bien, los rastros de sus murmuraciones. Intentó recordar más, algo de su propia vida en aquella casa, con aquellos hijos que en momentos le eran francamente indiferentes e insoportables pero que por momentos ajenos a su voluntad sentía que ya estaba queriendo, con aquella esposa magnífica y siniestra, pensó; más bien, estupenda, terrorífica y desconocida. Sintió nostalgia por nada.