En algún momento de ese atardecer de resaca sonó el teléfono. Su esposa contestó e inmediatamente le dijo, ofreciéndolo con desgana el auricular: “Es para ti”. Escuchó del otro lado de la bocina una respiración tan fuerte que le pareció la exhalación desesperada de un búfalo. “¡Sal ahora mismo de mi casa! ¡Deja a mis hijos y ni se te ocurra tocar a mi esposa!”. Temeroso y con un fuerte dolor en el estómago, contestó en voz baja, vigilando que su esposa ya estuviera lejos: “No entiendo nada. Tienes que creerme que no entiendo nada”. “Tomaste mi coche afuera de un bar y yo subí al tuyo. Eso es todo. Escúchame bien. He estado a punto de matar a tu madre. Si no se termina esto pronto te prometo que lo haré. Es más, te prometo que le arrancaré las orejas y la nariz. Te espero esta noche en el bar. Ni se te ocurra faltar, si lo haces te mataré a ti y a tu maldita familia. Y te repito: cuidado con tocar a mi esposa y con hacerle daño a mis hijos”. Colgó el teléfono y salió a buscar a su esposa, que ya tomaba el fresco en el jardín. La abrazó sin decirle una sola palabra. Vino a su mente la imagen de un revólver guardado en un cajón pequeño, quizás en algún lugar de la recámara. No tardó mucho en encontrarlo. Lo tomó con cierta familiaridad. Confirmó que estuviera cargado. Tenía tres balas. Subió al automóvil de su esposa. Ella lo alcanzó en la salida del garaje y le preguntó adónde se dirigía. Él contestó: “A tomar algo, estoy un poco tenso”. Por la ventana del conductor lo despidió con un beso y le susurró al oído: “No tardes… y no bebas mucho”. Estacionó lejos el automóvil y caminó unas cuantas calles. Se cubrió la mitad del rostro con una bufanda. La temperatura comenzaba a descender drásticamente.