Héctor Álvarez Contreras En cada propuesta política o académica acerca de lo que debe ser la ciudad, se insiste en la importancia de los espacios públicos para el deporte, el esparcimiento y el ocio, incluso encima de la infraestructura, la movilidad, la productividad y el trabajo. En esta dirección el ocio cultural tiene una especial consideración para una sociedad de estándares saludables. Desde los movimientos de emancipación social para las clases trabajadoras del siglo XIX en Europa y América, se expresó la importancia del derecho a la cultura y al ocio cultural como una extensión de mismo derecho a la educación; ese vínculo sigue siendo estrecho y de toda actualidad. El asunto es tan notable, que el derecho a la cultura es todavía un objeto de lucha y de apropiación social legítima en muchas comunidades, pues los espacios de difusión de la cultura también son espacios del discurso político, cualquiera que este sea y muchas veces, las expresiones artísticas y culturales tienden a resistir a estos discursos del poder. En México, uno de los logros efectivos de la Revolución fue el de la dimensión cultural. Aunque mostró grandes áreas vulneradas por ideologías, los ideales revolucionarios acercaron a las masas a la educación y la cultura; esto se materializó en los grandes murales, escuelas, museos, libros, proyectos de danza, teatro y música. Sobre todo, los mexicanos voltearon a ver sus orígenes culturales identitarios, para valorarlos y hacerse responsables de ellos, en la escala material y en la escala inmaterial. Sin duda, la inercia de modernización de la mitad del siglo XX estuvo marcada por esta pauta. Para el México posrevolucionario, este fortalecimiento de la dimensión cultural sirvió como gran plataforma para el proyecto de modernización del país. En el medio del vaivén político mundial de la Guerra Fría, México se posicionaba como líder en América Latina en la balanza de negociaciones en las proclamas por la justicia social y en las escalas del orden productivo y de mercado a nivel mundial. Lo que posteriormente se conocería como el milagro mexicano en el orden macroeconómico, tuvo un importante antecedente en aquella consolidación de la cultura, que le permitió entre otras cosas una sólida imagen internacional. Las intensas acciones en la educación y de difusión cultural en los años treinta y cuarenta permitieron generaciones con amplias y críticas capacidades profesionales. Entre muchas de estas acciones, destaca como buen ejemplo la labor del Instituto Mexicano del Seguro Social, que desde su creación en 1942 retomó algunos de los principios más importantes a las que aspiraban las sociedades modernas occidentales: productividad, equidad y bienestar social. El concepto global de bienestar social con el que se gestó el Instituto abordaba por supuesto, la prioridad para las prestaciones de asistencia social en salud, seguridad laboral y el retiro de los trabajadores. Pero inmediatamente se integró a ese gran proyecto la idea de que el deporte y el ocio creativo formaban parte del concepto de una comunidad integrada y saludable, basada en el núcleo familiar. Así, se pensó no sólo en instalaciones sanitarias de gran calidad, capaces de integrar la mejor tecnología para la óptima atención médica. Grandes centros de salud planeados y construidos por arquitectos como Carlos Obregón Santacilia quien terminó las primeras oficinas centrales en 1950 en la ciudad de México y donde integró obras de escultura y pintura del artista Jorge González Camarena, o por el arquitecto Agustín Yáñez, quien diseñó el Hospital de La Raza – con los murales El pueblo demanda salud de Diego Rivera y Por una seguridad completa y para todos los mexicanos de Siqueiros; marcando una ruta arquitectónica y plástica para muchas obras posteriores. A partir de su vocación hospitalaria, estos centros consideraron que las actividades deportivas y culturales formarían parte esencial de una atención global a la salud social; en una perspectiva más amplia, al bienestar social. Así, se construyeron espacios arquitectónicos que en sí mismos son notables en su forma, pero también alojan instalaciones notables para la práctica del deporte y las actividades culturales como espectaculares teatros y áreas para exposiciones artísticas y de recreación familiar. Durante algunos años estos espacios se llamaron Centros de Seguridad Social para el Bienestar Familiar y adjuntos a los edificios de atención a la salud, existían guarderías, talleres de oficios como carpintería, belleza-estética, cerámica, pintura, música, danza, teatro, literatura y poesía, etc. Era común que las familias acudieran juntas y los integrantes participaran en algunos de estos talleres o actividades deportivas, sin ser necesariamente derechohabientes. También había puestas en escena o conciertos constantemente en los teatros. Esta inercia ha menguado o desaparecido. Citar este ejemplo no tiene ninguna intención de demeritar la gestión de otros espacios de actividad cultural, como los centros comunitarios o las casas de cultura muchos de ellos con gran trayectoria. Pero nos parece muy notable la idea de ponderar la actividad comunitaria cultural a un nivel de primer orden en las prioridades sociales y en el espacio urbano. La ciudad es una entidad viva, a través de sus habitantes y la forma en que se relacionan. La ciudad no es solamente el conjunto de sus edificios, de sus calles o de sus monumentos; eso es una parte, el resultado de las formas de vida, de trabajar, de entender y resolver el mundo, es decir, una parte de su cultura. De ahí la importancia de tenerla en cuenta al diseñar y rediseñar la ciudad. El ocio creativo, como lo percibieron aquellos funcionarios del IMSS no es, en ningún modo, entretenimiento, o “pasatiempo”, tampoco son sólo “válvulas de escape” para que los jóvenes e infantes se alejen de los vicios y actividades ilícitas. La reflexión sobre derecho a la cultura y al ocio creativo nos obliga a todos, a las autoridades y a la sociedad civil a considerar que el espacio público para el esparcimiento además de ser seguro pudiera permitir el ejercicio estético, la reflexión y la crítica, no solamente en hitos como el “centro histórico”; cada colonia puede poner al alcance de sus habitantes espacios para la cultura con la que de verdad se identifiquen sus habitantes. Por esto, no hay reglas o patrones universales en el ocio cultural, sino que hay casos para cada comunidad. Pero un buen índice para su lectura es el común denominador en el arte: cuando un espectador asiste a un museo o a un concierto, participa y recrea la obra, dialoga con ella; sí, de acuerdo a su subjetividad, pero de una forma genuina. De este modo, consideramos que el ciudadano participe activamente como creador y gestor de su cultura y de los espacios adecuados y seguros para ello, de acuerdo a sus valores culturales, no solamente como consumidor de estándares impuestos, sino como agente de su propio espacio vital. colecciudad@gmail.com