Gustavo Ogarrio Caminaba remontando las calles en triángulo y luego deslizándome sobre el pasto como alfombra de reflejos solares rumbo a Greenwich Park; olía los restos de la mañana en una tarde que se dilataba en las copas de esos árboles que se movían de los amarillos tenues a los verdes intensos; una luz matutina que se filtraba por los techos de las casas que caían en dos, repetidos como en maqueta hasta la entrada del parque. Al entrar a Greenwich no podía imaginar que esa vereda recta, cobijada ahora por la sombra de algunos arbustos y cuyo silencio se enredaba con las murmuraciones lejanas de los guías turísticos y veraniegos de jóvenes turcos, italianos y húngaros, me llevaría al paisaje en el que se disputarían la mansión inhabitada de una reina de gripes triviales con los edificios de espejos asombrosos como naves espaciales. Antes de llegar al abismo verde junto al río, evitando quizás el fastidio de las fotos en un coro de órdenes y sonrisas idílicas, me detuve en una banca bajo la cual silbaba ligeramente un viento frío de agosto que yo no conocía. Miraba la rutina incomprensible de familias que jugaban al cricket, al tiempo que grababa mi voz en el teléfono para enviar mensajes en los que describía mi dulce confusión de estar envuelto en aquella lejanía de relojes, puentes y casas hermosamente uniformadas desde hace siglos. La lejanía que somos en los jardines ajenos, me decía en secreto para jugar de manera casi infantil con las palabras. Había llegado hasta la orilla del río Támesis por la zona donde reposa en su plataforma el Cutty Sark. El sol parecía que declinaba para siempre y el oleaje sin construcciones alrededor hacía más verdadero el movimiento del río y del tiempo…el tiempo que se posaba amablemente en las rocas pulidas a la orilla del Támesis, el sol y sus reflejos de agua en su naufragio de puentes rebozados por el musgo y la humedad.