Gustavo Ogarrio “¿Te gustan los espantapájaros?”, me preguntó después de que pasamos por una carretera solitaria y dejamos atrás un Public House que desfiló por el vidrio en cámara lenta. Era mi tercer y último día en Colchester. Una tarde que se iba difuminando rumbo a la estación de trenes, en una declinación de colores verde, amarillo y de blancos extraviados, manchas azules en un cielo que muy pronto se cerraría en la oscuridad. Ya me había acostumbrado al jaguar gris con asientos de piel y con el volante del lado derecho que se deslizaba con una suavidad amenazante en medio de los campos de soya por los que volaban, más que pájaros, perdices. Ahora recuerdo que también me contó la historia de Jamie Fox, de 32 años, músico y profesor de inglés que terminó ganándose la vida como un espantapájaros humano. Decía que entendía a Jamie y su trabajo más como una nueva forma de empleo que como una humillación. Escuché sin mucha atención lo que dijo después de la pregunta, quizás eran detalles de cómo Jamie Fox se transformó en un espantapájaros doliente por el picoteo de las perdices en los ojos, en las manos, en las piernas y en los testículos. Además, todavía no podía asimilar la conmoción de las dos noches anteriores, el ritmo lento pero constante con el que me enteré de todo lo que me fue revelado sobre Picketty y sobre nosotros, los amigos ya muertos para el encantador Picketty, vueltos a morir en el relato de esas noches de cerveza y de sidra, con esas heridas de pesos y los fraudes de Picketty, que también nos dejó como en el balanceo de ese abismo del nunca más, por los siglos de los siglos. Quizás por eso no entendí bien la pregunta y hubiera preferido no responderla: “¿Te gustan los espantapájaros?”, insistió. Yo dije: “No, no me gustan. Ni siquiera los prefiero a los cuervos”.