REPORTAJE / La orgullosa evocación del habla terracalentana

En su libro La Guacha del Guanchipo, Guadalupe Suazo recupera momentos, palabras y expresiones en 19 relatos de prosa fresca y vital

Víctor Rodríguez Méndez

La guacha del guanchipo es una mujer que camina oronda por las calles de su pueblo. Con el garbo de su estirpe calentana, se desliza por el aire caliente y ofrece a pulmón abierto sus preciados panes. Esa imagen, proveniente de un pasado quizá no tan remoto, se transmuta ahora en palabras y va más allá del recuerdo: con el léxico regional de Tierra Caliente la guacha del guanchipo es Guadalupe Suazo Ortuño; es ella cargada de historias y de palabras de su entrañable Huetamo que ahora reúne en un libro de historias breves y esclarecedoras de esa referencia cultural y geográfica. La guacha del guanchipo, en edición de autora, es una recopilación de diecinueve historias breves que descubren un ejercicio de la memoria para volver a hablar de su pueblo, de su herencia, de su tradición. O, mejor, volver a hablar como en su pueblo.

“Es algo chico, de mucho corazón”, dice en entrevista la feliz autora respecto a su libro, “pero del cual estoy bien orgullosa”.

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            Para Juan García Tapia, lo que Guadalupe Suazo ha recogido en estas páginas es “la constancia evidente de que estas cosas suceden en Huetamo, como suceden en un barrio berlinés, un condado norteamericano o un pago argentino, con el maleable lenguaje, con nosotros vistiéndolo y él vistiéndonos a nosotros”.

            En lo que escribe Guadalupe, dice por su parte el editor del libro Raúl Eduardo González, “en lo que evoca, en lo que relata ha encontrado la manera de conjurar el olvido y hablar de un pasado grato y entrañable, el de su infancia, transcurrida entre Huetamo y Zirándaro, donde bebió a manos llenas el paisaje y donde sus oídos se llenaron de las voces de la gente, y ahora su propia boca sigue engrosando el caudal del habla calentana”.

            El libro, pues, ya lo dice García Tapia, está escrito en un idioma “que tiene influencias del purépecha y que se emparienta con otros similares de regiones que comparten principalmente extremos calores durante todo el año”.

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El léxico calentano

El libro, dice Guadalupe Suazo Ortuño –artista plástica, diseñadora, actriz y promotora artística– nace de cuando llegó de Tierra Caliente a estudiar a Morelia con sus cuatro hermanas y tres hermanos; pero, sobre todo, nace de cuando llegó con sus modismos lingüísticos, con muchas palabras que cuando las decía la gente no las entendía. Pedía, por ejemplo, el percance, y su interacción con Morelia se hacía tensa y algo complicada por la extrañeza. “Llegué un día a comprar el pollo y dije así: ʻMe da un kilo de pollo, pero me le pone percanceʼ, y una señora al lado se rió y dijo: ʻ¿Qué es eso? Se me figura un accidenteʼ. El percance, le dije, son las patas, el hígado y el corazón. ʻ¡Ah, se llama menudencia!ʼ. Y así empecé a descubrir palabras nuevas que yo desconocía porque vivíamos en Huetamo, que está a 200 kilómetros de Morelia, pero entonces las carreteras eran de tierra, no había como las de ahora, incluso usábamos avionetas como transporte cuando se enfermaba la gente”.

Foto: Víctor Ramírez

Guadalupe en su adolescencia iba de Morelia a Huetamo cada quince días y empezó a descubrir que hablaba “un poquito diferente”; ciertas palabras no sabía de dónde venían ni la razón por la que las decía, señala, como comora, que se usa en lugar “por ejemplo”. Al puerco le decía cuche. “Aquí yo decía: ʻEs carne de cucheʼ y me decían: ʻNo, es carne del puercoʼ. Al niño le decimos guache y cuando yo llegaba a Huetamo esa palabra se me escuchaba muy sonora, se me escuchaba como algo tan bonito y me llenaba de gozo; era como una distinción de decir que éramos algo diferentes, porque vivir en Tierra Caliente no es fácil por los climas, por lo árido, por el trabajo arduo de la gente, pero respecto al hablar yo decía: ojalá nunca se nos quite eso”.

De esos momentos es que Guadalupe empezó a escribir textos breves en un cuaderno, como cosa perdida, dice. “Empecé a escribir a escribir para mí y ahí tengo dos cuadernos muy gordos”. Luego publicó esas anotaciones en sus redes sociales por mero gusto, según señala, segura de que las y los lectores no iban a entender, pero cuando la gente le empezó a pedir más textos de ese tipo, ella dijo: “Ah, mira”, y le dio por escribir más. Escribía este tipo de textos:

Mmm, guacha, mero eres bien pilinche, mejor arriéndate y tráeme el beliz que tiene unos liachos pajizos, comora el chamacus se comió la garra que tenía guardada, el tequereque ni ausiones que vuele en el pará, la güilota se charpió en la cuinda, hay que usar la chapeta pa que no se nos pegue el chacape.

Más historias por contar

La también diseñadora egresada del CEID señala que, pese a lo que pudiera parecer, el libro que ahora está editado no fue ni es “una chistosada”. Es algo que nace del orgullo, dice, “es para los chavos que desconocen muchas palabras: calates, poneches, cuinda… mientras que nosotros crecimos con esas palabras y con esos animalitos. Esto es un ensayo, es algo chiquitito en palabras, porque hay muchísimas más”.

¿Qué encontramos en el libro? “Son recuerdos o vivencias que yo tuve con la gente. Por ejemplo, en la casa había dos o tres que trabajaban en la casa y había una mujer que se perdía cuando ponían a Kalimán en la radio. Algo de eso está en el libro, es real, son vivencias de diferentes personas y de cosas que yo vi. Cada uno de los relatos del libro es algo que yo escuché o vi, y todo eso lo transporté a las palabras del pueblo, que para mí es un orgullo. A Huetamo lo traigo muy arraigado, lo traigo en la frente. Llevo 36 años en Morelia y me ha dado mucho, soy feliz aquí, pero nunca me he sentido moreliana, me siento aún de Huetamo”.

Respecto al título, Guadalupe dice que Tere Pineda –su amiga desde la infancia– fue quien se lo sugirió. “En una plática ella me recordó a la guacha y el guanchipo, que es el trapo que se enrosca en la cabeza, según dicen en mi pueblo, y sobre de él se llevaba la tabla del pan, que le llamaban fruta de horno, y era el dulce que comíamos por la tarde. Pasaba el guache o la guacha con el guanchipo y la tabla gritando ʻ¡pan!ʼ a las tres de la tarde, porque entonces se comía a la 1 y las 3 se antojaba la golosina. Así como esa guacha del guanchipo que llevaba en su cabeza su trapo y su tabla cargada, ahora viene otra guacha, pero con una tabla llena de historias”.

Apunta: “Es un libro ligero para que lo puedan leer los niños, está pensado para la guachada del pueblo, para que agarren el libro y sepan que tal vez su papá hablaba así, porque yo veo a mis sobrinos que ahora ya no usan esas palabras del libro, necesitan el glosario para entender”.

¿Cómo recuerda Guadalupe Suazo su infancia en Huetamo, ese tiempo de vida en que se aprenden y asimilan tantas experiencias? “Tuve una infancia muy bonita y muy feliz. Mi papá tiene todavía un rancho donde colinda Guerrero con Michoacán, nada más lo divide el río Balsas. Nosotros para ir al rancho decimos: ʻvamos pa’l otro ladoʼ, que es del otro lado del río. Convivimos con los hijos de los trabajadores del rancho. Cada ocho días estábamos ahí, pasábamos a Zirándaro y después a El Tecolote, como se llama el rancho. Y en Huetamo, por ejemplo, en nuestra niñez había muchas palabras que eran diferentes a las del otro lado, o sea de Zirándaro. De un pueblito a otro decíamos cosas diferentes. En Huetamo todos tenían una tinaja de agua, montada en una cosa de fierro, porque ya estaba más moderno, pero allá en el rancho las veía que estaban puestas sobre el churingo, ese palo que tiene tres patitas y allá le dicen horqueta”.

Guadalupe Suazo recuerda que sólo de ir de su casa en Huetamo al rancho, en la convivencia con las personas había un léxico diferente. “Nosotras nos dedicamos a estudiar y a jugar, y en esos juegos con los niños aprendes realmente nuestras raíces. Mis hermanos, hermanas y yo estuvimos en una especie de burbuja, y cuando convivíamos con los hijos de los trabajadores, con quienes mi papá se sentaba a comer en la casa, u otras personas que llegaban a saludarlo o a pedirle ayuda y comida también, yo veía esa parte de la convivencia. Jugábamos a la pelenche, a la chuzas, a la rabia; jugábamos a cosas que ahora los niños ya no juegan por la modernidad. Nuestros juegos fueron en la tierra, en la que con un palo marcamos todo y así jugábamos. Realmente agradezco a dios y a mis padres por la vida y es por ello que quiero regresar algo de lo mucho que me ha dado, y Huetamo me dio todo”.

¿Una imagen que Guadalupe mantenga fija en su memoria, como reminiscencia de su pueblo y su rancho? “Sí”, dice sin pensarlo mucho: “Yo pondría el río Balsas y unos sauces llorones. Cuando pasábamos de un lado a otro en una chalupa –un barquito que a veces tenía hoyos, se inundaba y me daba miedo–, con mi papá remando, mi mamá, los siete hijos y nuestra canasta llena de comida. Mi niñez es eso: toda la familia cruzando el río Balsas viendo los sauces llorones enormes en la orilla.

¿Alguna palabra o expresión favorita? “Guache y guacha, quizá porque me remonta a mi niñez. Yo de cariño a los niños les digo guachitos fieros, y que me digan en la calle: ʻ¡Oye, guacha!ʼ, me llena de orgullo. Otras palabras que me gustan y que usamos mucho en Huetamo son chulo o chula, y amigo”.

Al final de la plática Guadalupe revela que aún le quedan muchas palabras por descubrir a la gente más allá de Huetamo, Zirándaro y El Tecolote: muchas más historias por contar, que es una forma de volver a jugar.

Ya después de un rato, las guachas se pusieron a dibujar en el patio la pelenche, y ellos nuevamente a jugar a las chuzas; eso era el quehacer de todos los días: jugar, peliar, rezongar, y a duras penas un poco de mandados.

Víctor Rodríguez, comunicólogo, diseñador gráfico y periodista cultural.