Gustavo Ogarrio No era común que la poesía se cantara. Al menos para mí. Ni siquiera podía comparar con claridad la música que entonces escuchaba con aquella incursión en mis oídos y sensibilidad, pero había algo muy básico: las canciones de todos los días no tenían esas imágenes narradas, esa lírica desplegándose entre violines y cascabeles. “Era la gloria vestida de tul / con la mirada lejana y azul / que sonreía en un escaparate / con la boquita menuda y granate / y unos zapatos de falso charol / que chispeaban al roce del sol”. Canciones como “De cartón piedra” cuya sonoridad podía llegar a ser tan seductora y voluptuosa como la historia del enamoramiento de un maniquí que termina en locura. Había en esas canciones imágenes de mujeres que servían para contrarrestar los efectos del melodrama de la balada romántica. Aunque todavía de matriz romántica, las mujeres que se simbolizaban en la voz de Serrat salían del lugar sufriente, de la abnegación y del erotismo idealizado y frustrado de las baladas románticas de cantantes como Camilo Sesto o Julio Iglesias. Eran todo lo contrario: tenían defectos, no se bañaban, eran huesudas, huían de sus casas para ser felices en otros lados; incluso percibía que mis hermanas por momentos se sentían más cómodas en estas canciones. Quizás la canción que mostraba con mayor nitidez este giro era “Penélope”, escrita por Augusto Algueró. Una clara referencia a “La Odisea” de Homero en la que esta Penélope del siglo XX no sólo no reconoce a Ulises ni a su cicatriz en el muslo, como sí lo hace la anciana Euriclea (ama de llaves y nodriza de Ulises) y cuyo énfasis en este pasaje se lo debemos a Erich Auerbach, la imagen homérica de Penélope se ve alterada porque ella definitivamente ya no espera a Ulises. Cuando parece que el Ulises de esta canción regresa, Penélope le dice “tú no eres quien yo espero”, se vuelve a sentar en el banco de pino verde en la estación del tren, con sus tacones y bolsa color marrón.