Gustavo Ogarrio Tengo la impresión de que la poesía cantada de Joan Manuel Serrat se quedó en mí de manera oblicua, nunca en la superficie. La poesía con música de Serrat generó algunos arquetipos que con el tiempo disfruté cada vez que los lograba identificar: los cantores de fiestas que a la menor provocación echaban al viento sus versiones de las canciones Serrat, el arquetipo del novio cantor que enamora a la familia y a la sociedad con su espíritu libertario; mujeres con tacones y bolsas y que ya no esperaban a nadie, menos a Ulises, entre ellas algunas de mis tías, y que se habían transformado en veteranas firmes con voces apacibles. Las canciones de Serrat se durmieron en mí, en un sueño también apacible. Me resigné a pensar que jamás escucharía en vivo aquella poesía cantada. Pero los adioses nunca son como uno los planea o los espera. Serrat anunció una gira de despedida que pasaría por el Zócalo de la Ciudad de México. Mi hija y su novio, y una de sus mejores amigas, que recorrieron estas canciones y poemas como parte de otra generación que, para mi asombro, también recaló en el primer Serrat, serían quienes me acompañarían el viernes 21 de octubre de 2022, cuando Serrat salió a cantar por última vez en México. La generación de mi hija lo escucharía cantar por primera y última vez, igual que yo. Vi muchos rostros conocidos bajo la fina lluvia de ese viernes, metáforas del tiempo y de los caminos. Ahora pienso: quizás los más viejos, los de la generación de Serrat y de la mía, se estaban despidiendo también a su manera, en vida, de la vida, de la poesía y de la música que alguna vez tuvo su propia mitología; la poesía de Machado, un espíritu libertario y antifascista, alegre y socarrón que corría desde el Mediterráneo hasta nuestras propias historias de amor, ahora que ya nadie nos espera en la banca de pino verde de alguna estación de tren.