Inés Alveano Aguerrebere Tengo un superpoder que al mismo tiempo es una carga: soy fotosensible. Soy demasiado sensible a la luz, ya sea natural o artificial, directa o indirecta. Mi piel y mis ojos lo resienten. En mi cara y mis manos siento como si me quemara, una abrasión muy sutil, casi imperceptible. No tolero salir al sol sin lentes obscuros que filtren los rayos solares o sus reflejos en edificios, banquetas o pavimento. Tampoco puedo estar mucho tiempo bajo un foco prendido. También soy como una trucha (esos animalitos migran nadando contra corriente y son capaces de identificar variaciones de fracciones de grados centígrados). Distingo con gran facilidad los cambios mínimos en temperatura, como una corriente de aire por una ventana, una rendija o una puerta abierta. La temperatura al sol y a la sombra son para mí como duchas de agua fría o caliente. Ser sensible a la luz y a los cambios de temperatura puede ser un superpoder porque me impulsa a buscar que las ciudades tengan más sombra y más vegetación, sobre todo cuando, como humanidad, sociedad y habitantes de una ciudad, tenemos a la puerta los efectos del calentamiento global. La Organización de las Naciones Unidas dice que, entre los beneficios que podemos observar de los árboles en las ciudades, se encuentra bajar la temperatura del aire, filtrar los contaminantes urbanos, incrementar el valor de los inmuebles, aumentar la biodiversidad urbana y mejorar la salud física y mental. Pero pareciera que, de la mano de algunas cadenas de supermercados, tiendas y farmacias, vamos en sentido contrario a lo que deberíamos estar haciendo: estamos quitando árboles y llenando de cemento y concreto, como si la infraestructura gris fuera la que va a garantizar nuestra supervivencia. Un amigo recientemente me contó que se arrepintió de haber talado el árbol que le entregaron con su casa en un fraccionamiento privado. Lo hizo porque “dejaba mucha basura”, pero no contempló que ese mismo “mugroso” estaba funcionando como templador de la temperatura de su vivienda. Poco tiempo después tuvo que instalar aire acondicionado (con el consecuente gasto). Y bien dicen que nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido. Mis “superpoderes” me dicen que no podemos darnos ese lujo. No podemos esperar a morirnos de calor (literal o figurativamente hablando). Muchas ciudades mexicanas aún tienen naturalmente temperaturas súper envidiables. Aún se puede salir a la calle caminando, en bici o en moto sin padecer insolación o deshidratación. Pero tanto las que vivimos en una especie de eterna primavera como las que son más calurosas deberíamos estar pensando en cómo instalar un “aire acondicionado natural”, uno que nos proteja al salir de la casa, uno que nos cuide cuando dejamos nuestra habitación privada para estar o transitar en la “habitación en común” que es la ciudad. Decía que mi superpoder también es una carga o una debilidad. Tengo antecedentes familiares de cáncer de piel, y por lo mismo, debo cuidarme. Y nadar contra corriente como las truchas no es nada fácil. Es desgastante. A veces siento que es como hablarle a la pared. Me gustaría que poco a poco, más personas reflexionaran que los árboles en la ciudad no sólo son necesarios, sino indispensables. Y que, como sociedad y gobierno, empecemos a cambiar las normativas que nos han hecho llenar los espacios públicos y privados de asfalto. Lo que hemos hecho es como cavar nuestra propia tumba… P.D. Se equivocan los ingenieros cuando piensan que vamos retrasados en infraestructura para el vehículo particular. Donde las ciudades de vanguardia nos llevan la delantera es en la reconquista urbana vegetal.