Marea

Se abren los ojos de nuevo o se levanta la cabeza y ya los mundos ocultos salen armados hasta los dientes del sosiego alucinado de sus días y noches desconocidas

Gustavo Ogarrio

Para Julieta y Juan

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Todo comienza cuando uno se siente completamente a salvo y entrega la mejor de sus sonrisas entre la niebla de los escritorios para desempeñar el refinado papel de la alegría sin respiro. El ataque puede iniciar con una basurita en el párpado izquierdo o con una inflexión para amarrar el zapato de charol reluciente.

Se abren los ojos de nuevo o se levanta la cabeza y ya los mundos ocultos salen armados hasta los dientes del sosiego alucinado de sus días y noches desconocidas, tan sólo para instalarse en lo más profundo de nosotros y asaltar el tacto hipnotizado con el que andamos, la serenidad de los parques con artefactos de plástico, la amabilidad en los supermercados y la triste pero efectiva vida cotidiana de los ancianos.

Después, la embestida del mercurio es imparable, la pequeña duda sobre el color que deberían tener las cortinas de la sala crece vertiginosamente y se va infestando de cucarachas que vienen de las calles de Bombay, de sapos gigantes que vivieron hace siglos en alguna colonia portuguesa y que toman por asalto las sillas de terciopelo para discutir la forma en que morirán las células dañinas de nuestra indiferencia; murciélagos de chillidos filarmónicos se desploman sobre nosotros y ya nuestros cuellos son víctimas de sangre de todos los gritos de cualquier estropeado.

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Una fruta verde ya es de pronto una granada de silencios descomunales. Sentirás el golpe, la pisada en el vientre, como si algún gigante hubiera pateado tu tranquilidad; una evacuación fulminante de los astros alineados a tu favor o el simple abandono de los demonios ya conocidos.

Entonces una marea de fisonomías atacará las pupilas de tu alma y ya tus ojos sentirán el choque de luz que por primera y única vez te enseñará lo inexplicable, ese filo como cuchillo de lo que no tiene remedio.