Diego Herrejón Aguilera@DiegoHerrejonA El Presidente había muerto. La sublevación militar había logrado interponerse al cambio de orden del presidencialismo militar al presidencialismo civil. El Plan de Agua Prieta triunfó sobre Carranza durante la fatídica huida de la capital del país hasta Veracruz, donde su camino se cortó en Tlaxcalantongo. Aquel vagón dorado que contenía a los últimos funcionarios carrancistas y al preciado tesoro de la nación se detuvo, y con él, triunfó el hijo consentido de la revolución: los militares. Aquel personaje alto, de barba blanca y que se disponía ahora a la espera de su fatal destino a manos de quienes una vez lo apoyaron en su lucha revolucionaria, alguna vez fue Presidente de la República. La disputa era la lucha por el control del poder presidencial. Frente a las elecciones que se avecinaban, sonaban los nombres de Álvaro Obregón y Pablo González, ambos jefes militares revolucionarios. Al desagrado del Presidente, le siguió el apoyo por el Ingeniero Bonilla, Embajador de México en EUA, para ser el sucesor del presidencialismo imperial. En un México donde el presidente era elegido por el gremio militar, un embajador les costaría el cambio de mando y de poder al grupo político dueño del monopolio de la fuerza y de las armas en un país desvanecido institucionalmente por sus guerras y sublevaciones civiles. La voluntad de los militares, por su poder, debía ser entonces la voluntad del pueblo y el Presidente debía saberlo. La revolución había triunfado en su forma escrita: había una nueva Constitución Política, habían elecciones, Porfirio Díaz había muerto. El poder estaba en manos de quienes lo habían hecho realidad. La revolución dotó de poder a una nueva burguesía consolidada en las fuerzas armadas, que, de iure, debían someterse a la voluntad del Ejecutivo, pero que estaban atentos a sus convicciones personales y a sus deseos de poder. El nuevo Presidente vivía en la burbuja imperial: gozaban de los restos del Porfiriato que habían pretendido destruir, lo rescataron en su falsa promesa de aniquilarlo con su revolución transformadora. Ante el descontento de los actores políticos sobre la decisión de Carranza de imponer como su sucesor a un civil, se levantaron en armas los militares que un día habían coronado al presidente de la barba blanca, de la mano de Álvaro Obregón. La sublevación ocultaba la pretensión por el poder en la autonomía estatal y su soberanía ante el Ejecutivo Federal. El Ejército que lo nombró ahora buscaba su cabeza. El Presidente, tomando el tesoro nacional, emprendió su exilio a Veracruz, donde formaría su nueva capital. En aquel tren, escribe Fernando Benítez en El Rey Viejo, todos representaban una parte de la revolución. Era un símbolo romántico de la transformación del país que aprisionaba a todos sus seguidores a su fatal y violento destino: su fracaso ante la falta de institucionalidad. La promesa del cambio político estaba constantemente reñida ante la realidad política y su fuerza más poderosa: el militarismo. El poder desmedido y la autonomía sin límites había despertado sobre una cama hecha a la medida para la sublevación. El 21 de mayo de 1920, el Presidente dejó de serlo por la voluntad del plomo enemigo. Las tropas que debían subordinarse al Ejecutivo se habían revelado, y quien había sido coronado dejó de tener fuerzas para someter a los generales; había sido humillado en la derrota. ¿A qué viene al caso retomar las historias donde las fuerzas armadas someten a su comandante supremo?, ¿Puede el Ejército Mexicano despertar en un terreno que le de la suficiente fuerza para imponer su voluntad?, ¿Debemos preocuparnos? Este sábado sesionó, sin quórum, el senado, donde se aprobaron varias reformas que empoderan al Ejército tanto política como económicamente: 1) la creación de un fideicomiso turístico operado por el Ejército 2) la asignación de vías férreas que permite integrar el Tren Maya al mando militar indefinidamente 3) la militarización del espacio aéreo; entre otras tantas que se suman a los beneficios que el gobierno de Andrés Manuel le ha otorgado a sus principales aliados. Ante los múltiples casos de corrupción señalados durante este sexenio, sólo en manos de los altos mandos del Ejército, como los viajes del General Cresencio Sandoval y los millones de pesos gastados en ellos y la ceguera de López Obrador, estamos presenciando que el presidente no solo no cumplió con la promesa de mantener al ejército en los cuarteles, sino que lo sacó, no a defender la patria, sino a las tiendas de lujo, a destinos turísticos y a gozar de la opulencia que pretendió destruir con su discurso de austeridad. Estamos viendo un nuevo Ejército empoderado, con autonomía económica y con un inmenso poder político que ante cualquier rivalidad política no dudará en construir un tren dorado, pero ahora guinda, para los funcionarios enemigos. Un tren que pise sobre las vías de una transformación que nunca llegó con sus propósitos de democracia, honestidad y cero corrupción. Un tren que se funda en el elemento romántico de la cuarta transformación y que dentro aparecerá la figura del tabasqueño auspiciando el exilio de la democracia con su victoria pírrica. Quien llegue al trono presidencial en 2024 enfrentará seguro las consecuencias de la militarización.