Josefina María Cendejas Las mujeres siempre han escrito. Una vez que aprendieron a hacerlo, no han parado. Su necesidad de crear y de expresarse es tan antigua como la de los hombres y, para cumplirla, han echado mano de lo que tenían al alcance. Estudios recientes proponen que muchas pinturas rupestres pudieron haber sido creadas por ellas, por el tamaño de las manos estampadas en la roca. De acuerdo con la antropóloga Evelyn Reed, probablemente también diseñaron pueblos y construyeron casas. Además de lo que ya sabemos: que aplicando fuego, hierbas y sal inventaron el arte más increíble y necesario de todos: el de cocinar los alimentos. La literatura, si la rastreamos hasta los tiempos anteriores a la escritura, estaba en las narraciones tribales y en los cantos, en los mitos que daban sentido a la creación del mundo y de las gentes, en las plegarias dedicadas a convocar a los dioses, en las historias orales que dan forma a los sueños y a las tragedias. Todo ello no ha podido existir sin las mujeres, sin su imaginación, sin sus voces. Pero por razones que siguen siendo oscuras, esas voces fueron perdiendo fuerza hasta casi desaparecer del discurso humano. Así, los conocimientos acumulados por ellas durante siglos sobre las hierbas y sus diversos usos, sobre la íntima conexión entre la luna y los ciclos de la vida en la tierra, sobre la textura, el color y los peligros de las emociones humanas, y miles de cosas más, fueron primero perseguidos y borrados por considerarlos obra del diablo, y luego lanzados al baúl de lo ínfimo, lo que no importaba. Por mucho tiempo, las mujeres fueron mantenidas en el silencio de los que no tienen nada que decir. Como los niños, como los esclavos. Sin voz ni voto. Con excepciones raras y geniales, el relato del mundo moderno fue construido a partir de las miradas y las voces masculinas que se hicieron pasar por la mirada y la voz de todos. A las mujeres les seguía correspondiendo escribir en el espacio de lo privado, de lo íntimo, de lo escondido: diarios, correspondencias epistolares, recados, listas de compra, felicitaciones, condolencias. Cuando la necesidad de salirse de esos márgenes las empujaba a escribir lo que había en sus mentes y sus corazones, debían hacerlo contra corriente, y bajo vigilancia de todos los poderes. Como si la posibilidad de dejar suelto ese verbo de mujer fuera a poner a todos en peligro. Como si fuera capaz de voltear el mundo al revés. Todavía hace poco tiempo, las mujeres podían escribir, pero no publicar. La historia de Emily Dickinson y su vida cuasi monástica dan cuenta de ello. O bien, querían escribir, pero no había forma, a menos que pudieran retirarse de cuando en cuando a “una habitación propia” o contar con un ingreso personal. Ninguna de esas condiciones ha estado al alcance de la mayoría de las mujeres, aun en el presente. Fuera de un puñado de privilegiadas, para casi todas la escritura sigue siendo un acto de transgresión, una osadía que da miedo, y que, pese a ello, responde a una urgencia incontenible de decir-se y de comprender la realidad tal como es experimentada desde el cuerpo y el espacio en el que se habita. Ahora estamos viviendo un boom de literatura escrita por mujeres, que sin duda es resultado de una larga lucha contra el silencio, pero que también, al abrirse paso en la selva de la épica masculina; está, por decirlo así, mostrando la otra cara de la tierra y de la luna, sacando a la luz lo que había permanecido en lo oscuro, poniendo de relieve lo que siempre se consideró pequeño e insignificante. Y es sólo el comienzo. Como dice Annie Ernaux: “El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, otorga el derecho imprescriptible de escribir sobre ello. No existe una verdad inferior. Y si no cuento esta experiencia hasta el final, contribuiré a oscurecer la realidad de las mujeres y me pondré del lado de la dominación masculina del mundo”. Josefina María Cendejas, Escritora y académica michoacana. Autora de Transfiguración y otros relatos, Colección Tait.