Diego Herrejón Aguilera@DiegoHerrejonA El pasado 18 de junio, cinco pasajeros se aventuraron dentro de un sumergible para observar los restos del “inhundible” Titanic a más de tres mil metros bajo el nivel del mar. Su expedición resultó en la desaparición del móvil sumergible y posteriormente, la noticia trágica de la muerte de los tripulantes por la implosión de la nave. Por los altos costos por persona de la expedición, que rondaba en los 5 millones de pesos, emerge un discurso de victimización a los fallecidos: “ellos, los millonarios, sabían lo que hacían”, “se lo merecen”, “el mundo sana con la muerte de cinco ecocidas y explotadores”. A su vez, se le compara con los 700 refugiados que lastimosamente naufragaron en un buque en las aguas del sur de Grecia. Con la comparación emergen los argumentos basados en que la ayuda humanitaria entre eventos es mutuamente excluyente, quiero decir: si se les provee ayuda a los desaparecidos en el Titan, nos estamos olvidando de los migrantes náufragos. De esto a: la ayuda se le debe proporcionar a los migrantes y no a los millonarios que sabían lo que hacían. Olvidándose por completo de la calidad de humanos y juzgando a través de un lente socioeconómico e históricamente cargado. El discurso se mueve con la identificación del duelo por las personas desaparecidas. Las condiciones socioeconómicas nublan la compasión por la vida, entrando en un juego de suma cero que victimiza a los difuntos, debido a los estigmas sociales impregnados en el communitas. La defensa de la vida y el reconocimiento de esta, o más bien de su pérdida, depende entonces, de quién era la persona y no de su vida misma. En el discurso, la figura del empresario, del investigador o del hijo del empresario se impregna en el imaginario colectivo de un significado nebuloso que lo nombra victimario y lo despoja de su calidad de humano ante su desaparición y muerte. En el discurso se comporta como enemigo y causante de los males sociales: su vida no es la discusión, sino el despojo de la identidad de los sujetos y su categorización como el mal de la sociedad, lo que justifica y celebra su muerte trágica; se despoja a los fallecidos de su identidad como personas para ser consignatarios de atributos generales que lo des-subjetivizan. Esta característica de los discursos está presente en absolutamente todas las demandas sociales en torno a las muertes violentas y a los desaparecidos, pero también vulnera el acceso a la justicia y la legitimidad de las demandas sociales de justicia. Porque la vida no importa; importa quiénes eran las personas y a qué se dedicaban, o en todo caso a la construcción social y la generalización que proviene de atributos sociales como, la clase económica de las personas y su gremio profesional. Por ejemplo, con las historias de terror normalizadas sobre las desapariciones forzadas, se hacen comunes los dichos de los oficiales encargados de la investigación y búsqueda de las víctimas: “seguro lo mataron por andar en malos pasos”, “lo más seguro es que se haya ido con el novio”, “debió de haber tenido algún pecado”, “fue su forma de vestir”. Lo que ocasiona una desconfianza en las instituciones estatales y, por ende, en el no seguimiento de los casos o de la poca certeza de los casos registrados en desapariciones y muertes. La defensa de la vida y la lucha por la justicia debe evitar los discursos revictimizantes. Aquellos discursos que convierten a los sujetos en enemigos o aliados, que provocan que la empatía y la compasión se pierdan por generalizaciones. Se debe dejar de pensar en los sucesos trágicos como juegos de suma cero, donde la ayuda a unos implique el abandono de otros debido a sus características. Debe proliferar la intolerancia a los estigmas para fortalecer los sistemas de atención a las víctimas y el acceso a la justicia, teniendo siempre como valor principal la vida misma. La empatía no debe perderse en el mar, debe ser la justificación que permita unirnos como humanos para lograr los objetivos socialmente deseados.