ESCALA DE GRISES

Adolfo Mejía González en el Colegio de San Nicolás se convirtió en un hombre de izquierda, un sincero admirador de la obra del general Lázaro Cárdenas, de quien fue secretario particular en los sesenta.

Vertical

JORGE OROZCO FLORES

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Fue comunista, secretario particular del general Lázaro Cárdenas, preso político, escritor, periodista, profesor en el IPN y en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, abogado postulante en el entonces Distrito Federal, diputado federal, magistrado de la Tercera Sala Civil del Supremo Tribunal de Justicia de Michoacán, magistrado presidente del Tribunal Electoral, de madre norteamericana, nació en Ohio, fue criado en Peribán por su abuela Lola, leal con sus amigos y de una verticalidad política incuestionable.

        Todavía con los estragos de la Gran Depresión económica del “Jueves Negro” del 24 de octubre de 1929, Adolfo Mejía González nació en Cleveland, Ohio, el 16 de diciembre de 1932, en una noche nevada, extremadamente fría, en un hospital para pobres que dependía del Estado, de Margaret Greenwood, de origen irlandés, y de Adolfo Mejía, michoacano nacido en Peribán. Fue bautizado en una iglesia católica. Sus abuelos mexicanos fueron Eufemio Mejía Estrada, campesino purépecha que no sabía leer ni escribir, y María Dolores González, mujer blanca, que sabía leer pero que olvidó las habilidades de la escritura. A los cuatro años de su edad, en brazos de unas monjas del Sagrado Corazón de Jesús viajó por tren de Norte a Sur, cruzando la frontera por Nuevo Laredo, Tamaulipas, sin papeles, hasta llegar a la estación de tren de la Ciudad de México. A los pocos días, al convento llegó un hermano de su padre, su tío Dionisio, con un radiograma en la mano de su hermano Adolfo, quien previa identificación recibió de las monjas al niño de nacimiento norteamericano. Por tren viajó hasta Los Reyes, Michoacán, que servía a los ingenios de Santa Clara y San Sebastián. El tío y el sobrino caminaron durante una hora, en algunos tramos el niño Adolfo era cargado en brazos por su tío Dionisio, hasta llegar a Peribán, al regazo de su abuela Lola. Ella lo crío como su hijo. Adolfo recordaría con el tiempo, en uno de sus libros, que del viaje a pie recordaría que “ahí me nació el encanto que nunca he perdido de contemplar las noches estrelladas”.

        Al paso de los años sería un orador fogoso en asambleas populares, de partidos y en la tribuna de la Cámara de Diputados, como un hombre de izquierda. Antes, aquel niño fue feliz en Peribán: “mi abuelo tenía que ir al monte a traer leña, allá iba yo y regresaba con mi tercio a la espalda, tal y como lo hacían los demás niños; que mi abuelo se iba a barbechar y escardar la tierra, y a sembrar el maíz, y luego a cuidar la milpa y a cosechar, allá iba yo como lo hacían los otros, que había que ir al río a nadar a algún estanque allá iba yo para aprender a hacerlo con un guaje amarrado a la cintura y después tirarme los clavados desde la peña más alta”.

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        La peña que ese niño en Peribán necesitaba en ese tiempo para aprender la instrucción básica la encontraba en la escuela oficial, en la de las señoritas Martínez y en el Colegio de las Monjas. De allí a seguir estudiando, en Uruapan y finalmente en Morelia. Olvidó los rudimentos del idioma inglés con los que llegó al amor que le prodigó su madre Lola. Su padre, durante su infancia, adolescencia y temprana juventud le mandaba con regularidad desde Estados Unidos, en donde se volvió un trabajador cualificado de la industria automotriz en Detroit, los recursos económicos para su sustento. En Morelia forjó lo que sería su declaración de vida: su amor por el Colegio de San Nicolás, por la Universidad Michoacana y por México, “mi patria”.

        Con su madre, Margaret Greenwood, convivió durante algunos días cuando cumplió 21 años de edad, en diciembre de 1953. Regresó a México y su relación con su madre biológica fue por carta, con el tiempo perdieron contacto, esa parte de su vida quedó en el misterio. Su padre regresó a México, pensionado por Estados Unidos, falleció en 1986.

        Adolfo Mejía González en el Colegio de San Nicolás se convirtió en un hombre de izquierda, un sincero admirador de la obra del general Lázaro Cárdenas, de quien fue secretario particular en los sesenta. Por su activismo político fue tomado preso por el gobierno, su proceso por el delito de asociación delictuosa y otros, lo mantuvo en la cárcel de Lecumberri. Por mediación de don David Franco Rodríguez recuperó su libertad el 24 de diciembre de 1968. Su experiencia como preso político, en la época de la presidencia de Gustavo Díaz Ordaz, lo llevó a escribir uno de sus libros: “Yo no fui delincuente y Recuerdos de Cárdenas”.

        Aquel niño nacido en Ohio, criado en Peribán, educado en la tierra de su padre y sus abuelos, en Uruapan y en la Universidad Michoacana, tras su lamentable deceso, el 3 de julio de 2023, nos cede un valioso legado, sus libros: “De un viaje a la Unión Soviética”, Apuntes; “¿Michoacán, Feudo Cardenista?”, que fue una réplica al libro escrito por Victoriano Anguiano Equihua, “Michoacán, feudo cardenista”, un volumen agotado, difícil de conseguir; "La Huelga del 56, Vivencias Nicolaitas de Lucha y Amor", que me hizo el honor de confiarme el manuscrito para que se lo editara; “La Universidad a la que aspiramos en el siglo XXI”, con el que anheló, después de ser profesor jubilado por el IPN, y activo en la Universidad Michoacana, ser Rector, sin lograrlo. Además, los poemarios: "De mi cárcel escapa esta voz”; y, excepcionalmente, “Susana, Tierna Armonía de Silencios”, dedicado a su finada esposa, Susana Ponce de León, oriunda de Lagunillas, con quien procreó tres hijos, Adolfo, René y Arturo (magistrado federal). Le sobrevive su esposa en segundas nupcias, Eva Sandoval Carranza, quien fuera magistrada electoral de Michoacán. La tinta no se agotó, pero sí el espacio. Recuerdo a mi amigo con estas palabras que pueden resumir su vida: Adolfo Mejía González, vertical en lo político; en la ética, incorruptible.