Cuando pienso que al cantante José María Napoleón se le llegó a nombrar como el “poeta de la canción”, no puedo dejar de experimentar una sensación contradictoria. Quizás mi primer impulso me lleva a pensar que este epíteto es injustificable para las letras de sus canciones y, al mismo tiempo, que es una expresión popular y mediática, por lo tanto, contradice y pone en aprietos el uso culto y academicista de lo que se entiende por “poeta”. Napoleón se retira de los escenarios y sus últimos conciertos han sido despedidas en las que el repertorio de toda una vida se transforma en alegorías puntuales: “Nada te llevarás cuando te marches / cuando se acerque el día / de tu final”. Napoleón llega al día de su final con la convicción de despojarse narrativamente de los años acumulados y de cerrar el relato sobre sí mismo. Hace que las anécdotas que Napoleón cuenta entre canción y canción con cierta humildad de poeta urbano se acomoden con las letras de sus canciones. El “potro de la ilusión” que cabalgaba sin rumbo en sus primeras canciones concentra expresiones cándidas, casi frugales, una transición de la “canción campirana” a la balada urbana. Hay una concepción del amor en estos primeros temas de Napoleón que no se parece en nada a la agresividad masculina de otros cantantes. Permanece un machismo suavizado por metáforas que apelan al amor romántico y que tienen como objetivo no herir a nadie, como en la canción “Corazón bandido”. La idealización de la figura de la mujer es una constante en la que ni los celos como campo simbólico de dominio alcanzan para desplegar un discurso de violencia directa; los celos brotan de imágenes muy abstractas: del pasado, de la vida, “de la mano que saluda”, sin embargo, están ahí como una prueba de época.