Víctor E. Rodríguez Méndez Un camino áspero se abre paso desde Tacámbaro hacia la ex Hacienda Santa Rosa; una carretera serpenteante, primero, y luego una brecha —coronada por pinos, encinos, zarzamoras, ciruelos y, más allá, plantas de café y plátano, además de los grandes cultivos de aguacate que pueblan el paisaje tacambarense— que conduce a la vieja construcción agustina, en la que sus paredes empolvadas guardan un registro muy particular del tiempo y las letras. A unos quince minutos de Tacámbaro se ubica el Taller Martín Pescador, la editorial e imprenta de Juan Pascoe, quien desde 1987 trabaja como impresor en la manufactura y encuadernado de libros a mano, a la vieja usanza. Aquí llegó luego de abandonar su primera imprenta en 1980, para luego andar de gira musical con el grupo Mono Blanco por siete años, y después terminar en este antiguo trapiche rural en Michoacán, convertido ahora en una imprenta artesanal —única en su tipo— que al día de hoy continúa su labor y que con persistencia y esmero ha elaborado 910 publicaciones. Juan Pascoe (1946) nació en Chicago, Illinois, (Estados Unidos). Ha pasado gran parte de su vida en México. Desde joven se dedicó a la música como cofundador del grupo de música tradicional mexicana Mono Blanco, aunque él se define mejor como tipógrafo, impresor, escritor, investigador y fundador del Taller Martín Pescador, desde donde celebra a la imprenta —cuya fecha de aniversario es 2039— y para lo cual ya inició con los dos primeros volúmenes de su colección «500 años de imprenta en México». Durante la entrevista, el impresor y tipógrafo comparte con nosotros una retahíla de pensamientos que van y vienen en esta ex hacienda cañera, pero siempre prendados al quehacer artesanal de libros y otras impresiones que le dan para mantenerse. Pascoe dice desconocer si hacer libros a la usanza antigua tiene sentido. “Para mí tiene sentido estético —dice respecto al libro en el que trabaja actualmente y que se proyecta a casi toda su producción—, sobre todo porque son pocos ejemplares y no hay una intención de obtener ganancias. Lo estoy haciendo porque lo quise hacer, sentí la necesidad de hacer este libro”. El libro como un producto cultural de primer orden De esta manera el también escritor e investigador justifica la existencia de su imprenta y la voluntad de trabajar de un modo que “en el mundo moderno no tiene ningún sentido”, según señala. “En el ámbito estético de la historia del libro tiene todo el sentido del mundo, sólo que a nadie le interesa”, matiza. Según sus propias palabras, Juan Pascoe vivió en los setenta del siglo pasado una vida literaria y plástica en la Ciudad de México “a todo dar”. Se maravilló de la Ciudad de México, nos dice, pero se dio cuenta que los libros que se hacían eran comerciales y elaborados en imprentas de offset. Rememora entonces la importancia del libro como un producto esencial de la civilización desde tiempos de Gutenberg y aun antes cuando los frailes hacían libros a mano. “El libro ha servido como un modo de capturar el conocimiento o el proceso de pensamiento”, señala. “La explosión de la civilización tiene sus raíces en el libro. Y es lo mismo con la hechura del libro como objeto físico y la experiencia y el intento de alguien como yo de seducir al lector al punto de que pierda la noción del libro”. Juan Pascoe asegura que no hace libros para que la gente los vea bonitos. “Yo quiero que la gente lea el libro y se pierda en el proceso de la lectura, como yo cuando era chamaco. Pasé mucho tiempo leyendo libros porque era un mundo diferente al que vivíamos”. Un impresor artístico Cuando Juan Pascoe vio que no había ningún impresor que tuviera un alcance estético y artístico, sino que la impresión de libros estaba enfocada a hacer negocio, se encaminó hacia su labor actual de impresor, con mucha lentitud y paciencia. “El poeta Alí Chumacero me dijo alguna vez que admiraba el tiempo que yo dedicaba a definir las portadas de mis libros, porque yo me tardo una semana en resolver la portada y no me importa, tiene que ser apropiada para el libro y que sea exactamente a como yo la siento acá adentro”. Empezó a estudiar como aprendiz con un impresor (Harry Duncan) en los Estados Unidos, porque en México no existía algún impresor que trabajara con prensas antiguas para hacer libros a mano de la manera tradicional. Pensar un libro para Juan es como la tela en blanco del pintor o el papel de un escritor: “Hay que reaccionar al texto”, dice, tajante. “Una vez alguien me dijo que tener éxito era desarrollar un estilo, y que todos los libros se hicieran con ese estilo, así como los libros del Fondo de Cultura Económica, Seix Barral o Siglo XXI. Le dije: «No me entiendes, porque yo hago el libro de acuerdo a como es el texto». Si tengo un texto, a machetazos lo tengo que meter en el libro. A mí no me interesa hacer una colección en la que todos los libros sean iguales”. Su idea, agrega, es tener “como lector una relación verdadera con ese texto y de algún modo colaborar para hacer el libro. No me siento con un café en la mañana y pienso: «¡Ah, así va a ser!», no, sino que comienzo con el único elemento que tengo que es —quizá— el primer poema —si va a ser un libro de poemas— y lo empiezo a componer en letras, y a medida que voy componiendo el libro se me van revelando las exigencias de este libro y cómo debe ser y no imponer una idea. Se comienza un libro con el principio del texto, no con la portada; con el texto vas armando el libro y al final regresas y haces la portada, porque ya entiendes el libro”. “Esa relación con el texto y su etapa de nacimiento”, puntualiza, “es parte de la razón por la que estos libros son tan maravillosos”. Así confirma su vocación artística como impresor: “Es el chiste de esto, porque de otro modo no tiene sentido, no quiero ganar dinero ni fama. Sé que esto no encaja con el mundo moderno; es un proyecto personal al que yo me metí, quizá, gracias a mi mamá y su onda lectora, y gracias a papá porque le encantaban las haciendas y él siempre quiso una, pero las haciendas del altiplano, no ésta”. Sobre algún libro que Pascoe quiera hacer a la fecha, no lo hay, dice. “En mi naturaleza tengo unas antenas con las que siempre estoy atento a la posibilidad de hacer algún libro. Tengo una fila de cosas a la espera de hacer, algunos que tienen que ver con los 500 años de la imprenta, pero otros libros no”. —¿Que es un libro para ti? —Primero debe tener una encuadernación, a diferencia del folleto; un libro es algo que ha hecho un escritor que tiene una secuencia o una serie que de algún modo tiene que ver en su conjunto. Cuando recibo un manuscrito y decido que voy a hacer ese libro veo si las líneas son largas o cortas, si hay estrofas con espacio blanco; todo eso lo tomo en cuenta y voy formando en mi cabeza cómo podría ser este libro. No lo puedo hacer en abstracto; no soy muy pensador, no estudié filosofía. Lo hago en lo físico, me pongo en la caja de letras y empiezo a componer. La lentitud de la composición te permite entrar en un estado de mediana somnolencia, en la que es muy fácil mí recordar sueños; voy siguiendo el sueño del texto y tengo una conexión: la conjunción de los dos lados de tu cerebro, que es donde salen las obras artísticas, como los pintores y los escritores. Los componentes de letras hacemos eso, y es una de las razones por las que se puede considerar un arte”. —¿Cuál es el futuro del libro, Juan? — Hay un intento de la industria digital y yo nunca me convencí de eso. Si todo el mundo quiere ir hacia eso, perfecto, pero siempre va a haber un pequeño grupo de seres humanos sensibles a la lectura, a la relación que pueden establecer con el objeto que tienen enfrente de sí, leyendo. Yo quiero hacer un espacio cómodo y especial para cada texto. Es lo que yo deseo hacer, que la lectura sea una cosa positiva, y como es un invento humano tan importante en la civilización, no creo que pueda acabarse. Esta cosa que yo hago no creo que vaya a acabarse. Espero que en cada generación que venga haya algún locochón como yo que siga el camino de la grandeza del libro. Es parte de nuestras civilizaciones, entonces no creo que vaya a haber un gran auge de los libros y todo eso, pero tampoco creo que vaya a desaparecer. Sobre el Taller Martín Pescador Instalado en México, desde 1972 Juan Pascoe empezó a hacer sus primeras publicaciones, primero en un pueblo cercano a Huejotzingo, luego en Mixcoac, el barrio ubicado actualmente en la Alcaldía Benito Juárez de la Ciudad de México. A su primer taller lo llamó “Rascuache”, en el que hizo un libro autobiográfico llamado “Migajas”. Pero a Juan no le gustó el nombre por el sentido peyorativo, así que decidió cambiarlo. Una alumna suya de clases de inglés le sugirió varios nombres en náhuatl que no le convencieron al impresor en ciernes; tampoco quería un nombre con alusión política. Juan quería un nombre abstracto y neutral, nos cuenta, y quería, además, que llevara el término “taller”, no “imprenta”. Ella sugirió entonces “Taller Martín Pescador”. Con ellos estaba en ese momento un amigo chileno suyo, con quien iba a hacer un libro, quien le dijo: «Ahí tienes, ¿qué más quieres?”. Ese amigo era Roberto Bolaño. El nombre le sonó bien a Juan y hasta la fecha es el nombre de su sello. “Es un poco largo, pero ya está y no lo voy a cambiar. Roberto no escogió el nombre, pero tenía buen oído porque era poeta, aunque luego se hizo famoso con novelas”. Sobre la ex Hacienda Santa Rosa, poco a poco restaurada desde que Juan Pascoe llegó a vivir su sueño de impresor y tipógrafo, a propósito del temblor de septiembre de 2022 que afectó algunas partes de la antigua construcción, Juan dijo: “Reparar la cerca es una actividad similar a la composición de letra fundida”. Y ahí siguen ambos, el taller y la hacienda; y él, Juan Pascoe, para juntos seguir dando forma al sueño antiguo de mantener vigente el libro como un producto cultural de primer orden. Un sueño de letras impreso en viejas prensas con un vigoroso olor a papel y tinta. Víctor Rodríguez, comunicólogo, diseñador gráfico y periodista cultural.