En ocasiones extremas, la poesía dice lo que no es posible decir: el horror y la fragmentación. Pero también puede callar estratégicamente y acumular la experiencia de ese horror para restablecer el sentido del mundo más allá del horror mismo, sin obviarlo, pero también sin que sea el único horizonte desde el cual se comprende e interpreta la experiencia histórica. El apagón del golpe de Estado en Chile que comienza el 11 de septiembre de 1973 va a dar lugar al momento más represivo y criminal de la naciente dictadura, el de un “reordenamiento” nacional basado en el terror y en la búsqueda posterior de una legitimidad autoritaria. El terror impuesto a los cuerpos disidentes es también el terror contra el habla, contra la escritura y contra la poesía; la fragmentación de la sociedad y de la palabra. Sin embargo, como afirma Naín Nómez: “el movimiento de la producción poética chilena no se pierde ni se corta, sólo se transforma en el proceso de los primeros años de dictadura, cuando el reordenamiento de la institucionalización autoritaria de la dictadura obliga a los poetas del interior del país a la autocensura, la escritura panfletaria, la protesta comprometida y la búsqueda de nuevas fórmulas escriturales para dar cuenta de una realidad reprimida, escindida, fragmentada”. En su recuento crítico de lo que fueron las representaciones de la poesía chilena en el primer tramo de la dictadura, Naín Nómez identifica que en ese “mundo que se desmorona” también se expresan de manera agónica los rasgos que serán la matriz del futuro de la poesía en Chile: la razón que cae; la “nostalgia del paraíso perdido”, la “necesidad de reconstruir la historia”, la indagación de nuevas formas de la palabra poética.