Gustavo Ogarrio Enero es el privilegio de los callados, una resaca de pájaro herido que se dispone a enumerar el hartazgo de algún deseo intocado. Enero es el murmullo del dromedario en cuyo lomo de columna de arena se perfeccionan las historias que sobreviven a las tormentas. Un comerciante llamado Alí contó, después de amarrarle la pata derecha a su animal, ante el humo de un cocido de verduras, la lejana mañana en la que un hombre le habló del perdón que le concedió un verdugo. Éste le dijo que lo absolvería si adivinaba cuál de sus ojos era de vidrio. El hombre condenado a muerte contestó que era el derecho. “¿Cómo lo sabes?”, preguntó el verdugo. “Porque es al único que le queda algo de humanidad”, respondió el condenado. Enero es también el hastío de las conversaciones banales, ocultas en la esperanza inofensiva de las promesas, en la confesión honesta que cubre de un resplandor inexistente los grandes momentos que no se usan para morir; palabras gastadas que mansas responden al llamado magnético de las cosas y los seres. Mónica Tuna, una famosa prostituta guayaquileña de los tiempos de Julio Jaramillo, ya borracha le gustaba llorar porque decía que se acordaba de un mono tití que había contemplado en el zoológico de Montevideo. El mono, encerrado en una jaula abandonada que olía a fruta podrida y a excremento petrificado, permanecía quieto en un rincón, de espaldas a los miserables espectadores que recorrían el zoológico casi destruido. Hanuman, así se llamaba el mono, no se sabe si por compasión o crueldad, en Nueva Delhi había sido un dios, se leía en la placa oxidada al pie de la jaula. Así es enero, como si por un instante milenario se alejaran los ruidos de la muerte y algo de la vida quedara escondido para siempre entre las cenizas de los seres humanos.