Un relato de Víctor RodríguezFotos de Víctor Ramírez Salgo a la calle a pasear a Will, mi perro labrador negro, y apenas cerrar la puerta me doy cuenta de que Will murió hace tres años. Camino unos metros con cierta pesadumbre y no estoy seguro de haber cerrado la puerta con llave; regreso y recuerdo que no tengo casa, que vivo a la intemperie desde que Will desapareció de mi vida. Voy hacia el parque -donde he vivido cerca de tres años- y la vista se me nubla ante tanto verdor y luz que resplandece en pleno día. Me doy cuenta entonces de que no soy una persona normal; de hecho, no soy una persona, soy más bien algo cercano a un fantasma que ve a las demás personas, pero ellas no me ven a mí. Sin embargo, en esta absurda corporeidad que no tiene sustancia humana guardo en el interior una especie de emoción que me llena de estupor y una vana tristeza. Soy, quizá, un monstruo desterrado de su castillo con sombras góticas. Me adentro en esa pesadumbre cuando a lo lejos veo a un labrador de un pelo negro brillante que juega felizmente con unas burbujas de jabón que lanzan unos niños que se ven muy alegres. El perro brinca con soltura y da un gracioso giro en el aire cuando toca con su nariz una pompa húmeda. En ese momento me llama la atención el hecho de que las burbujas que toca el animal apenas distraen su ruta en el aire y nunca se rompen sino al caer en el suelo. Los niños, divertidísimos en su labor de soplar el arillo remojado en agua con jabón, no parecen advertir de ninguna forma la presencia del perro juguetón. «Es Will», digo en voz alta. «¡Es Will!», confirmó dentro de mi cabeza. Como si hubiera escuchado mi llamado, el bello labrador detiene su juego, se planta en el suelo y advierte mi presencia con una ligera inquietud. Por unos instantes nos miramos a lo lejos, nos olemos y basta escudriñar en nuestros ojos para saber que nos hemos reencontrado, que somos quienes hemos recorrido juntos varios siglos en muchos caminos. Lanzo entonces el primer ladrido y a la distancia Will responde con un grito desaforado y ufano: «¡Maldito perro, ¿dónde te habías metido?! Llevo media hora buscándote. Vamos a casa, pelmazo, te compré unos retazos con hueso que te van a gustar». Yo solo muevo la cola en señal de alegría, saco la lengua con inusitada ansiedad y corro entusiasmado al encuentro con mi viejo amigo Will.