El final de los tiempos está cerca, me dicen; cerca la lluvia y los relámpagos que atacarán la montaña justo en el momento en el que ocurrirá el homicidio; cerca está el llanto de María al pie de la cruz y los perros que ladran la muerte del Nazareno y oscuridades que duran siglos y los héroes en la pantalla que son clavados en la misma cruz y el suplicio que a todos nos reúne es también el éxodo de almas que huyen de sí mismas y la Humanidad envenenada por el capitalismo salvaje y las codornices que beberán vinagre cuando todo haya terminado y miles de años después nada recobrará la calma que nunca existió. Todo esto lo digo entre murmullos, como una oración con los labios partidos por las tormentas de arena en el desierto y mientras prendo los reflectores para cuidar que el rebaño no se escape por las tuberías, para que no se le olvide que aquí no está permitido quebrarse por dentro. Yo leo y escucho, por eso sé que el final de los tiempos está cerca y que es necesario que mis tormentos y mis infamias se conozcan y marchen entre la multitud para prevenirlos de cualquier felicidad inmotivada. Me gustaría estar a la derecha del Nazareno y repetir desde mi cruz de ladrón las palabras que me llevarían esa misma tarde al Paraíso. Mi rostro nunca sería olvidado y este dolor de bestia castigada tendría una eternidad para curarse. A veces voy más lejos en mis tormentos y mi sufrimiento de piedra crucificada me dicta ensoñaciones incomprensibles, entonces mi imaginación me traiciona y ya soy Clint Eastwood o Marlon Brando –con su mirada de fogoneros– que ya son también Dimas y Gestas, que con sus voces cavernosas también multiplican las palabras que los llevarán conmigo al Paraíso. Así purifico mis malos pensamientos y me preparo para la imposible resurrección. Y sé que llegará ese domingo tan esperado en el que estaré por fin en los brazos de la eternidad para rasgar la máscara sin rostro del más allá. O más bien para esconderme de la inmortalidad.