Gustavo Ogarrio “Todo empezó con un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en la mitad de la noche y la voz del otro lado preguntó por alguien que no era él”. Así comienza la novela “La ciudad de cristal”, del escritor norteamericano Paul Auster, quien acaba de morir el pasado 3 de febrero. Un escritor de relatos policiacos, Daniel Quinn, a partir de este llamado telefónico asume el equívoco -él no es el detective que la voz telefónica busca-, y emprende la senda de una investigación en la que un hijo ya adulto de padre demente (que está a punto de ser liberado de su encierro) busca la protección detectivesca, después de un encierro infantil que el padre le aplicó severamente para que pudiera hablar la “verdadera lengua de los hombres”. Esta novela pertenece a “La trilogía de Nueva York”, una serie de novelas cuasi policiacas, entre ellas “La ciudad de cristal”, además de “Fantasmas” y “La habitación cerrada”. Esta trilogía bastaría para reconocer la profundidad y originalidad de Paul Auster, relatos que trabajan sobre un temerario y constante cambio de perspectivas narrativas y bajo la asimilación poética y casi oscura de la cultura de masas, como el comic, “el ojo cinematográfico de Paul Auster”, diría Roman Gubern, la misma novela policiaca y el thriller narrativo; una obra que también reconfigura esa tradición narrativa norteamericana tan poderosa como insólita al estilo de Tom Wolfe o el mismo Raymond Chandler. Pero quizás lo anterior no termina de explicar del todo esa empatía profunda del autor con lectores en otras lenguas que han encontrado en sus narraciones ese vínculo insobornable que establecemos con ciertos relatos que nos ayudan a sobrevivir a los propios derrumbes. Para mí, el perro Mister Bones de la novela “Tombuctú” significa esa figura utópica y poética donde lo imposible y el arte de sobrevivir y de narrar son tan “reales como la vida misma”, donde el extravío, la soledad y la vagancia encuentran una nítida expresión de todos nuestros miedos.