Gustavo Ogarrio / La Voz de Michoacán Fechado el 4 de abril de 1959, días después de que ocurriera la incursión del gobierno mexicano para romper violentamente la huelga de los ferrocarrileros, Efraín Huerta escribe el poema “¡Mi país, oh mi país!”, uno de sus más concentrados poemas políticos, una caja de resonancia de lo que será la trágica década de los años sesenta del siglo XX en México. Así comienza la enunciación poética en contrapunto de Huerta: “Ardiente, amado, hambriento, desolado, / bello como la dura, la sagrada blasfemia; / país de oro y limosna, país y paraíso, / país-infierno, país de policías. / Largo río de llanto, ancha mar dolorosa, / república de ángeles, patria perdida”. Efraín Huerta certifica la pérdida de la patria en la irracionalidad de la represión, abre los caminos de la modernización política de la poesía y establece una continuidad con el contrapunteo de las imágenes que guían otro de sus poemas más inquietantes, “Declaración de odio”, en el que la Ciudad de México es la protagonista de la enunciación aciaga que se debate entre el odio perfeccionado y ese “candor de virgen desvestida”: “Ciudad negra o colérica o mansa o cruel”. En “¡Mi país, oh mi país”!, Huerta consigna la vehemencia lírica de una poesía enfáticamente política que es también una exclamación privada y colectiva del desarraigo nacional: “¡Oh país mexicano, país mío y de nadie! / Pobre país de pobres. Pobre país de ricos”. A medio camino del inefable “milagro mexicano”, Huerta es testigo directo, a través de su poesía y de su militancia política, de la incompatibilidad de un país escindido no sólo por la represión. El país trágicamente poetizado de Huerta pierde sus límites cuando al “granadero lo visten / de azul de funeraria y lo arrojan / lleno de asco y alcohol / contra el maestro, el petrolero, el ferroviario, / y así mutilan la esperanza”.