El fin del chavismo

Es una lástima que ciertos pueblos caigan de rodillas, seducidos por merolicos y charlatanes de la política que no ven en el pueblo sino a alguien a quien usar y manipular en beneficio de sus personales intereses

Leopoldo González

Las elecciones del domingo en Venezuela ilustran el delgado hilo que separa a la democracia de la dictadura.

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En 1998 Hugo Chávez le puso tren de aterrizaje a la experiencia totalitaria de Europa en Latinoamérica: es decir que, pese a las grandes diferencias entre ellos, Hitler, Mussolini y Chávez siguieron rutas hacia el poder que comparten similitudes asombrosas.

Es una lástima que ciertos pueblos caigan de rodillas, seducidos por merolicos y charlatanes de la política que no ven en el pueblo sino a alguien a quien usar y manipular en beneficio de sus personales intereses y los de su pandilla. Mussolini en 1922, después de la famosa Marcha sobre Roma; Hitler en 1933, luego del incendio del Reichstag en Alemania; Hugo Chávez en 1998, después de una prisión sin sentencia que lo llevó del golpismo social a una candidatura presidencial viable.

Las cuitas y el arrepentimiento de un conservador que encumbró a Hitler, en el frío invierno alemán de 1933, hablan por toda la cofradía de los arrepentidos del siglo XX: “Acabo de cometer la mayor estupidez de mi vida, me he aliado con el mayor demagogo de la historia mundial”.

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Hugo Chávez Frías, un militar gris que supo compensar su falta de inteligencia y cultura con astucia y maldad, llegó al poder el 6 de diciembre de 1998 por la vía democrática, para instaurar en el país de Rómulo Gallegos un personalismo autoritario que lo primero que hizo fue socavar la democracia, generar una red de ´sobornos estomacales´ para mantenerse en el poder y crear un gobierno basado en la ausencia de ideas y la abundancia de saliva.

Como suele ocurrir en casi todos los regímenes populistas, y México no es la excepción, los caudillos buscan para la continuidad de su proyecto la estatura de alguien que les deba lealtad absoluta, una sumisión política y moral que asegure la impunidad sobre sus actos de gobierno y los de su familia y un servilismo ajeno a los principios y valores de una cartilla moral. Chávez Frías encontró el perfil requerido en un chofer del servicio público, Nicolás Maduro Moros, con el que fincó una relación de campeonato en materia de bisagras en el espinazo y subordinación.

Luego de su muerte el 5 de marzo de 2013, según sus secuaces de Caracas “por un cáncer que le diseñó Estados Unidos”, Hugo Chávez le heredó el poder a Nicolás Maduro, un hombre al que distingue una proverbial ausencia de neuronas y una gran debilidad por los pajaritos.

Con estos y otros antecedentes, todos ellos fundados en estudios locales y en análisis de manufactura latinoamericana, el régimen de Maduro -que ahora se tambalea y caerá en pocos días- puede ser definido en pocas palabras: el de un farsante que hizo del Palacio de Miraflores la carpa mayor de Venezuela, que a su vez tomó a Diosdado Cabello como el cómplice y eslabón criminal del Estado venezolano para someter a la pobre gente que llegó a creer en ese experimento populista como una bendición o una experiencia beatífica del cielo en la tierra.

El domingo 28 de julio, día de elecciones en aquel país, todo lo que se había alineado en la burocracia para la continuidad dictatorial funcionó a espaldas del verdadero pueblo: el Consejo Nacional Electoral (CNE) de Elvis Amoroso, las cámaras legislativas, la Fiscalía General, las fuerzas armadas de Vladimir Padrino, las centrales sindicales y los “colectivos delictivos”, todos operaron en favor del fraude de Estado para oxigenar a la tiranía.

Si en México el megafraude funcionó en todas las etapas del proceso electoral, en parte por falta de liderazgos y de sociedad civil, Venezuela ha ingresado a estas horas, de la mano de una poderosa revolución ciudadana y popular, a un proceso de impugnación y cotejo de los resultados electorales manipulados desde el poder, del que lo único que cabe razonablemente esperar es una cosa: el fin del chavismo.

 No deja de intrigar la astuta o ingenua facilidad con que algunos aplauden la falsedad y la mentira acuñadas en labios populistas, cuando señalan un fascismo endemoniado apoderándose de las calles y las plazas; la falsedad del argumento cae por su propio peso: el populismo de “izquierda” es el fascismo de hoy.

E igual puede salir hoy, o ya salió, un profesor despistado y alienado a decir que en Venezuela la derecha prepara un asalto al poder para cancelar no se sabe qué baratijas del “progresismo” populista. Falso: el único asalto al poder que se conoce en Venezuela y en el mundo es el atraco electoral que quiso consumar la mafia de Miraflores, cuyo candidato no consiguió en las urnas ni el 30% de los votos.

Lo que afirmó María Corina Machado, artífice del despertar que vive Venezuela hoy, frente a los que desde el poder hablan de paz, pero hacen la guerra, es muy revelador de la estatura de quien ejerce un liderazgo limpio e inteligente: “Defender la verdad no es violencia; violencia es el ultraje a la verdad”.

Además del escrutinio transparente de los votos, que en actas da una ventaja contundente a Edmundo González Urrutia, las revueltas callejeras y la presión internacional terminarán por asegurar el respeto a la voluntad popular y el retorno de Venezuela a la verdadera democracia.

En días o en horas, el ciclo histórico del chavismo será un caso cerrado.


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Escribió Elon Musk: “La gente de Venezuela ya tuvo suficiente con este payaso”.
 
leglezquin@yahoo.com