El taco es parte de la cultura del mexicano, remembranza a sus orígenes. Su variedad y versatilidad es amplia: los de barbacoa en Hidalgo, de birria en Jalisco, de cabrito en Monterrey, los de carnitas en Michoacán y hasta los de pescado en la costa. La lista es aún más larga: al pastor, de suadero, tripa, longaniza, frijoles, de guisado, cecina o pollo; o si es difícil escoger, mejor unos campechanos: con dos o más ingredientes. Los hay también con cilantro, cebolla, salsa y un toque de limón, o simplemente la tortilla con una pizca de sal. Mención aparte merece el popular taco placero: con chicharrón, nopales, queso blanco, salsa “pico de gallo” o “salsa bandera”, como la llaman en el norte del país; aguacate o guacamole, habas y una ramita de pápalo. El taco es fundamental en la dieta, un antojo que se come a cualquier hora del día y da gusto al paladar más exigente, pero a la vez constituye un platillo tradicional. Así, es imperdonable pasar por Oaxaca y no comer un taco de tasajo, por Mérida sin degustar uno con cochinita pibil, por Morelos y agasajarse con un acorazado de doble tortilla, o en Puebla darse el gusto de un taco árabe con su jugosas tiras de res. Por sí sola, la tortilla aporta calcio, proteína y carbohidratos; enrollada sobre sí misma ya se considera un taco, pero sus nutrientes se enriquecen al agregarle ingredientes y está presente en la dieta cotidiana desde tiempos remotos. No existe una fecha exacta, pero se cree que el taco nació en el México prehispánico, cuando las mujeres buscaron una manera práctica de llevar hasta el campo los alimentos a quienes cultivaban la tierra. El cronista Bernal Díaz del Castillo relata en su “Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España” que la primera taquiza de la cual se tiene conocimiento ocurrió en el siglo XVI. Sea en casa o fuera de ella, el taco es una de las opciones preferidas por los mexicanos para saciar el hambre. Para ello, el olfato juega un papel esencial, pues ese sentido guía hasta el puesto de la esquina y obliga a pedir aquel que mejor se ajuste al hambre o al antojo. El taco se come sin cubiertos, lo cual es parte del sabor, así como el guacamole, la salsa verde de tomate, roja con jitomate, con chile de árbol o habanero. Tan picosa como en ese momento se decida y aderezada con el trajín de la calle. Un taco es más que una tortilla de maíz que se enrolla y se come con las manos, es un alimento indispensable en la gastronomía mexicana, y con una infinita variedad que depende de la región geográfica donde se degusten. Está el taco de cecina en Yecapixtla; el rojo de Tamaulipas con manteca, puré de papa y carne deshebrada; o las crujientes flautas bañadas con lechuga, crema, queso y salsa en cualquier rincón del país, pero no ocurre lo mismo con los de chapulines tostados con toque de ajo y limón. Jorge Martínez es taquero desde hace 24 años, está convencido que es un buen negocio “mientras le pongas atención, cuides a la clientela y por supuesto la preparación”. Su secreto está en la sazón y las salsas que ofrece a la clientela, que “se te vayan ocurriendo propuestas nuevas para ofrecerles, agregues salsitas, ofrezcas frijolitos, nopales, papitas...” Para él, comer un taco es un arte: “se agarra el taco a la mitad con los dedos medio, índice y pulgar, el meñique siempre queda volando. Levantas el taco a la altura de la boca y con un solo movimiento lo muerdes, sin remordimientos”. Los tacos no pertenecen a un nivel socioeconómico, no saben de religiones o de edades; se pueden consumir en un puesto sobre la banqueta de cualquier calle del país, como en la cochera de una casa, o en el restaurante más fino, los comen las amas de casa, los estudiantes y hasta las personas que usan traje, corbata o tacones.