TIXTLA, México — Las horas de la noche son las más difíciles en esta escuela normal rural, donde las familias descansan sobre colchonetas en el suelo de las aulas desde que 43 estudiantes desaparecieron hace un mes. Después de las distracciones del día —la preparación de alimentos, las reuniones y marchas— los padres se quedan a solas con sus pensamientos, preguntas y una rabia que se cocina a fuego lento. Clemente Rodríguez Moreno, de 46 años, no ha podido dormir desde que su hijo Christian, de 19 años, desapareció con sus compañeros de escuela. Todas las noches, Rodríguez regresa a su casa, cerca de la escuela Raúl Isidro Burgos en Tixtla, y su cerebro empieza a funcionar a mil por hora. "¿Qué será de ellos? No sabemos si está comiendo, si lo están golpeando". La vida de estas familias ha quedado en vilo desde que la policía en el poblado de Iguala, presuntamente bajo órdenes del alcalde, atacó a los estudiantes para evitar que interrumpieran un discurso que ofrecía su esposa el 26 de septiembre. La pareja se encuentra a la fuga junto con el jefe de la policía. Tres alumnos, entre ellos uno que más tarde fue encontrado desollado y a quien le sacaron los ojos, y tres personas no vinculadas con el ataque, murieron inicialmente en una serie de agresiones. Investigadores dicen que el resto de los estudiantes fueron llevados a una estación de policía y que posteriormente fueron entregados a Guerreros Unidos, un grupo criminal. Desde entonces no se sabe nada de ellos. Todo ha sido una pesadilla, dijo un campesino de 57 años de Ayutla, quien habló a condición de no ser identificado por temor a represalias. El hombre acompaña a su hijo de 19 años a la escuela en un vecindario de la localidad de Ayotzinapa en medio de un gran temor. "Ni duermo por pensar", dijo, señalando un paquete de píldoras para dormir que le recetó un médico que vino a ayudar. "No me siento como si estuviera viviendo la vida". Su familia tiene pocos recursos, dijo, y su hijo vino a la escuela porque los alumnos solidarios se apoyan unos a los otros. Eso es lo que dijo estaban haciendo esa tarde en Iguala, pidiendo donaciones. Mientras mira fijamente una foto de su hijo después de una marcha para exigir el regreso de los desaparecidos, el campesino habló durante un momento de la angustia que le significa no saber del paradero de su hijo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se mordía el labio. Entonces asomó la rabia que ha estado aumentando en su ser a lo largo de las semanas. Dijo que está cansado de un gobierno corrupto que siempre ha despreciado a los agricultores pobres. Y quiere que los culpables paguen. "Si no los entregan, tendremos que seguir de otra manera, con más resistencia", dijo. En esos primeros días hubo mucha confusión, dijo Valentín Cornelio González, un campesino de 30 años del municipio de Tecoanapa, quien lo dejó todo para viajar a la escuela, donde estudia su cuñado Abel García Hernández de 19 años. ¿Fue el ataque en la escuela o en Iguala? ¿Eran los atacantes policías o sicarios de los cárteles? ¿Cuántos estudiantes estaban desaparecidos? Desde entonces, se han llenado algunos vacíos de información, pero el mayor, el que tiene en vilo a las familias, el paradero de los estudiantes sigue ahí, a pesar del arresto e interrogatorio de más de 50 sospechosos. Así que González, con sus sandalias de cuero gastadas, ha estado marchando en la capital estatal de Guerrero, Chilpancingo, en Acapulco y en el Distrito Federal, para exigir una respuesta. Cuando llegó inicialmente a la escuela, él y otros familiares dedicaron un día a buscar por toda Iguala. Temían por su seguridad, pero culpan al gobierno por no hacer lo suficiente: "No los buscan como deben hacer". En otras operaciones de búsqueda se han encontrado más fosas comunes en las montañas que rodean a Iguala mientras que los familiares esperan a ver si las muestras de ADN que entregaron hace semanas les van a ayudar a identificar los restos de sus seres queridos. Mario César González, de 49 años y padre de César Manuel González Hernández, de 21 años, pasa los días en la escuela caminando en sus botas de vaquero. Tiene demasiada rabia como para sentarse a que le den un masaje o para tomar clases de técnicas de meditación que otros le ofrecen. Ni siquiera puede sentarse con otros padres en medio de la cancha de baloncesto de la escuela o entonar un cántico. Por momentos escucha a un pequeño círculo de padres en la cancha y el siguiente tiene que salir caminando, con teléfono celular al oído y un cigarrillo entre los dedos. El hombre está muy orgulloso de su hijo. Incluso después de semanas sin tener noticias de los muchachos, González y otros padres hablan de sus hijos en tiempo presente. César quiere luchar por los pobres, dijo. César le dijo a su madre que la ayudaría a que dejara el trabajo que tiene en una tienda que tanto la agota. El joven no sabe que después de un mes de vivir en su escuela y esperar su regreso, su madre ha perdido el empleo. Igual ha sucedido con su padre, que trabajaba en un taller de chapistería en Huamantla. "Eso ya no me importa", dijo González. Clemente Rodríguez dejó sus pollos, gansos y cerdos, y su trabajo de repartidor de agua embotellada, para pasar cuatro días en Ciudad de México recogiendo donaciones para la escuela, marchando y contando su historia una y otra vez. Con sus botas de vaquero y una gorra de pelotero con el símbolo de los Angry Birds, Rodríguez contaba que su hijo es alto y le encanta bailar. Ahora está más concentrado en las labores del diario vivir en vez de pensar en las probabilidades cada vez más realistas y que ningún padre quiere tener que enfrentar, la pérdida de un hijo. "Yo no me desespero", dijo Rodríguez, "porque mi corazón me está diciendo que los normalistas están vivos".