Por Óscar Balderas Zunduri aprieta los dedos. Tensa las piernas. Dice que la primera vez que la encadenaron fue para impedir que asistiera a una fiesta de sus patrones. El recuerdo está fresco como las heridas en el cuello y espalda: esa madrugada los dueños de la tintorería donde trabajaba, Leticia Molina y José Sánchez, la sacaron de la cama, la bañaron con agua helada y la obligaron a bajar del primer piso de la casa hasta la planta baja, donde estaba el local que se volvería su mazmorra. Quiere llorar. Se aguanta. Se estremece cuando narra que la propietaria del negocio le dijo, con una sonrisa burlona, que ella no podía ir a la fiesta por culpa de esas cicatrices que le tapizaban cuerpo y cara, pero que tenía dos regalos para ella: una cadena gruesa y gris que rodeó por su cuello y un candado que sirvió para sujetarla a la herrería donde colgaban los vestidos de los clientas. Toma aire. Destraba los dedos. Cuenta que la debilidad de su cuerpo le impidió rebelarse. Sabía que si gritaba o pedía auxilio le tocaría una tunda peor que las diarias, así que se resignó a escuchar en el piso de arriba la música y risas que salían del babyshower de la mayor de la hija de sus patrona. Zunduri recuerda que lloró hasta que se quedó dormida. Cuando despertó seguía encadenada y se preguntó cuánto tiempo más la dejarían así. El infierno que padeció la madrugada de noviembre de 2013 se extendería 17 meses.