Raúl Castellano Las ciudades que conocemos, especialmente aquellas que nos han gustado más, por algún motivo, las guardemos en la memoria, al igual que todo lo que sabemos, queda ahí almacenado. No obstante esta afirmación, cuando me quiero referir así, en singular, a una ciudad, tiene que ser una muy especial. Y en verdad lo es; se trata de la Ciudad que amo, de una a la que considero mía, muy mía: Morelia. Ahí están todas las ligas de mi sangre. Ahí se fundieron las de mi madre y padre y se formaron las raíces que nutren todo mi ser, toda mi alma. Pero es claro que la ciudad de mi memoria es aquella que conocí cuando era niño. Morelia era una ciudad hecha para el hombre; una Ciudad para recorrerla a pie. Teniendo al Palacio de Gobierno, como punto de referencia, caminando hacia el Oriente, Morelia terminaba en el Bosque Cuauhtémoc; yendo en sentido opuesto, la terminal del ferrocarril era el límite; al Sur, la Plaza Carrillo era el extremo, y en seguida del lado oriente, seguían los viveros y frente a ellos, al Poniente, un llano que servía de aeropuerto. Al Norte, el extremo ero la Pila del Soldado. La Avenida Madero, a la que muchos morelianos le seguían llamando, Calle Real, como en la época de la Colonia, era espléndida. Formada por las casas más importantes de la Ciudad, construidas a base de la cantera que caracteriza a Morelia, su diseño arquitectónico, en la fachada, tenían un gran portón de madera trabajada, que permanecía abierto durante el día y luego un espacio rectangular hacia dentro, de unos cuatro metros de largo, para en seguida encontrarnos con un cancel de madera o de hierro que permanecía cerrado y permitía ver el interior y sus bellos patios. Lamentablemente, con el paso de los años, esas hermosas casas se transformaron en feas accesorias comerciales, que ofrecen todo tipo de mercancía. Sin duda eso ha sido un serio retroceso en el valor arquitectónico y belleza de esas construcciones. Este tipo de modificaciones van cambiando a las ciudades que hacen que se modifiquen, y no necesariamente para bien. Y no hablar de las autorizaciones que se han dado a algunas construcciones sobre esta misma avenida para construir pisos adicionales, lo que personalmente me parece una barbaridad. Con esto desaparecen lugares icónicos, puntos de referencia que le dan carácter y personalidad. Recuerdo a mi ciudad cuando en el exterior de la tienda El Moro, en la esquina, una mujer vendía deliciosas pastillas de dulce de tamarindo y bolitas de leche. Entonces también, en un extremo del Portal Matamoros, frente al Museo Michoacano, del que mi abuelo, Manuel Martínez Solórzano, fue director, vendían por la mañana, camote achicalado que, tomado con leche, era muy rico. Todavía se pueden encontrar, de vez en cuando, vendedores de caña, semillas y “nanches”, especialmente en días festivos. El atole de cáscara, tomado con piloncillo, era una bebida muy común entre la gente de la parte alta del Estado. Algo que tenía siempre asociado a mi ciudad, eran los “ates” que entonces eran preparados en casas particulares, con pura fruta y azúcar, batidos en un caso de cobre de Santa Clara. Mi preferido era el de membrillo. Otra de las cosas de la cocina michoacana, de lo que disfruté, fueron los “uchepos” y las “corundas”, provenientes de la Meseta Tarasca, que comidas con crema y una salsa, llamada “minguiche”, eran y son un gusto para el paladar. Tengo muy presente nuestros viajes procedentes de la Ciudad de México, los cuales hacíamos por ferrocarril. Tomábamos el tren en la terminal de Buenavista como a las ocho de la noche y, en un viaje que duraba toda la noche, y llegábamos muy temprano a Morelia deseosos de ver nuestra amada ciudad. Nunca podré olvidar como celebrábamos las posadas y los bonitos nacimientos decembrinos. Mis primos, que vivían en la calle de Galeana, hacían uno que me parecía espectacular. Los cánticos y la rotura de las piñatas tan atractivas por sus colores y llenas de fruta que nos disputábamos como cosas de gran valor, han quedado grabadas en mi memoria. Manuel, María Eugenia, Anita, Salvador, Tito y mis tíos Eugenio y la Chata su esposa, siempre serán recordados por mí, de manera muy grata. Los paseos a Pátzcuaro para tomar nieve de pasta y pasear por el Lago, para desembarcar en Janitzio y admirar la estatua monumental del señor Morelos, misma que solía ver desde la casa del General Cárdenas, “La Eréndira”. Esta icónica casa, es un lugar donde me hospedé en innumerables ocasiones y, desde su mirador, podía contemplar una vista espectacular del Lago. En el interior de la casa me gustaba ver los interesantes murales que habían sido plasmados en las altas paredes de la estancia. Todos ellos se referían a la vida de los indígenas de la región, códices y otros episodios de aquella época. La casa estaba rodeada de un área grande, cuyos terrenos tenían un buen número de árboles a los que Don Lázaro les tenía especial aprecio, donde jugaba con algún amigo y recorríamos el lugar. En aquellos tiempos el pescado blanco era de muy buen tamaño y delicioso; comerlo, era algo delicioso. Los “charales”, muy conocidos en el Estado, son botana imprescindible de cualquier reunión y nunca faltaban en la mesa. En fin; seguramente podría relatar algunas cosas más, pero no resulta fácil hacerlo de pronto, porque esos recuerdos está en una parte nebulosa de mi memoria. Desde aquí, en este espacio, quiero proclamar mi amor por mi bella Morelia, la Ciudad de la Memoria.