MIGUEL ÁNGEL MARTÍNEZ RUIZ A través de la evolución de la humanidad, en todos los pueblos ha existido como arquetipo una cierta idea de la muerte, conforme a diversas interpretaciones, determinadas por el nivel cultural, entendiendo la cultura en función del acervo de significados y valores que dan a sus prácticas dentro del contexto histórico de las comunidades, (Concepto antropológico). En esta idea caben toda clase de bienes materiales, espirituales, simbólicos, instituciones, costumbres, interrelaciones, etc. Algunos hombres de ciencia han tratado de explorar los orígenes de la religión y, de acuerdo a sus conclusiones, el tránsito del ser humano por la faz de la tierra y la supuesta existencia de una vida ultraterrena, es decir, la inmortalidad del alma, constituye una de las cuestiones fundamentales que han motivado en la mentalidad de los pueblos concepciones cosmogónicas, mitológicas y religiosas. Desde la Edad Antigua hasta la Época Contemporánea, empezando por las sociedades primitivas, analiza las civilizaciones primarias, entre las cuales figuran la Egipcia, la Sumeria, la Minoica, la cultura del Indo, la del Shang, la Maya y la Andina. De éstas se derivaron algunas religiones, siendo las más importantes las del culto a Isis y Osiris en Egipto y la desarrollada en Babilonia mediante el culto a Tammuz e Ishtar, deidad conocida también como Astarté o Astoret. La cultura sumeria o caldeo-asiria fue antecedente de las culturas Babilónica-Hebrea y Hetea o Hitita, así como la Minoica que aportó muchos elementos a las culturas Siríaca y Helénica. La cultura del Indo propició la formación de la Índica y esta la Hindú. En el Continente Americano, la Maya y la Andina contribuyeron a la gestación de las culturas Yucateca y Mexica, además de todas las que existieron en Mesoamérica. Este breve artículo solamente se refiere a las culturas del México prehispánico por razones de pertenencia y espacio. En las culturas mesoamericanas tienen un alto grado de significación las interpretaciones de los mayas, los aztecas, los purépechas o tarascos, por no mencionar sino algunos de los más representativos. La religión del pueblo maya se caracterizaba por tener dioses antropomorfos y zoomorfos que representaban los fenómenos de la naturaleza, los principales astros o algunos fenómenos como la lluvia, huracanes, sismos, el día, la noche y otros más. Tenían sus propios ritos y ceremonias para recibir la protección o el favor de sus dioses, entre los cuales destacan HunabKu, el dios creador de todo lo que existe; Chac, dios de la lluvia; Itzamná, el señor del cielo; Ixchel, diosa de la luna; EkChuac, dios del cacao y de la guerra; Ik, dios del viento; Ah Push o YumKimil o Kisin, dios de la muerte. Alcanzaron planos muy elevados en las ciencias y artes; prueba de ello son las relevantes aportaciones en matemáticas, geometría, astronomía, pintura, escultura, arquitectura y demás ciencias y artes. Los mayas tenían una idea muy especial de la muerte, pues la concebían solamente como un cambio de estado, dentro de una misma forma de vida, pero en otro tiempo y espacio, donde el difunto seguía teniendo las mismas necesidades que los vivos: hambre, sed, frío, calor, fuego, etc., para los diferentes usos propios de la nueva realidad, como deseo de caminar a través de los campos o bajo la lluvia, empuñar una lanza para defenderse de algunos animales salvajes que debían de existir en el más allá, fumar o cortar un fruto, pero también los muertos tenían necesidades de carácter afectivo como los sentimientos de amor u odio, soledad, tristeza y alegría. Por lo anterior, al enterrar el cadáver siempre le colocaban a su lado algunas herramientas, armas, adornos, figuras de sus dioses, con la intención de que los utilizara como mejor le conviniera. Sin embargo, todo tenía que estar acorde con sus necesidades, determinadas por el sexo, la edad, la ocupación y otras circunstancias de la vida mundana. Así, por ejemplo, un cazador llevaba los instrumentos necesarios en el desempeño de su actividad u oficio; a una mujer le daban su metate, ollas y lo indispensable para moler el maíz y cocinar. Los niños recibían juguetes para divertirse; los sacerdotes debían tener los arreos de su profesión. A quienes se habían distinguido por alguna razón, les ponían máscaras funerarias que prolongaran su imagen. Entre el pueblo maya había diferentes tipos de ceremonias funerarias, dependiendo de la clase a que perteneciera el difunto. Así pues, si se trataba de un integrante de la nobleza, especialmente si su papel era de gobernante, debían rendirle todos los honores, se le colocaban varias joyas como pectorales de jade, orejeras, anillos, collares, brazaletes e incluso se le ponía una máscara de jade y efigie idéntica o muy parecida a él. En algunos casos, se llegaron a realizar sarcófagos semejantes a los egipcios para colocar a dichos personajes en pirámides especialmente construidas para tal fin. A los miembros de la clase media se les practicaba un ritual más simple, casi siempre eran adornados con piedras de jade o pedernal, aunque había fosas comunes, los familiares preferían que se les hiciera una de carácter individual. Uno de los primeros estudiosos en llegar procedente de España fue Diego de Landa, quien hacia el año 1582 se interesó en todo lo referente a esta cultura. Dicho cronista nos refiere que los campesinos eran enterrados en un contexto doméstico, debajo de la casa o en el patio trasero, pero cuando ya resultaba imposible hacer otra tumba, los llevaban a cuevas o en las necrópolis que existían en otras comunidades. El inframundo se llamaba Xibalbá, según el libro Popol Vuh. Para ir hacia el más allá, el muerto debía llevar zapatos nuevos, imprescindibles para atravesar tres puertas y cruzar un lago antes de llegar al séptimo cielo, lugar que se alcanzaba sólo después de permanecer una temporada en una especie de purgatorio. La vida terrenal y el inframundo no eran considerados como opuestos, sino fuerzas complementarias que contribuyen a mantener el equilibrio. Con otra concepción, el pueblo azteca aceptaba la muerte como una condición inseparable de la vida, es decir, existía una dualidad entre ambas, las cuales eran manifestaciones propias del universo como lo son el día y la noche, el frío y el calor, la luz y la oscuridad. Así lo pone de manifiesto el conocido poema del Rey Poeta Nezahualcóyotl (Coyote): “Somos mortales, todos hemos de irnos, todos habremos de morir en la tierra… como una pintura, todos nos iremos borrando. Como una flor, nos iremos secando aquí sobre la tierra… Meditadlo, señores águilas y tigres, aunque fuerais de jade, aunque fuerais de oro, también allá iréis al lugar de los descansos. Tendremos que despertar, nadie habrá de quedar.” Los aztecas se consideraban a sí mismos como los hijos del Sol, su deidad principal, y casi todos sus homenajes y rituales estaban dedicados a él, pero también tenían el propósito de darle toda la energía que ellos poseían para que Tonatiuh (el Sol) pudiera combatir contra las estrellas, amas y señoras de la noche. Realizaban sacrificios humanos para complacer a sus dioses con la finalidad de obtener como respuesta o retribución la luz del día y la lluvia, necesarias para sus cultivos y, en general, toda la vida. Rendían culto a la muerte y a la vida, que constituían una unidad inseparable, también creían en la existencia del paraíso y el infierno. No entendían la muerte como un fin, sino como un principio, el tránsito hacia una realidad más placentera. Sin embargo, era necesario pasar por la región de Chignahuapan, los nueve ríos (una equivalencia del Purgatorio cristiano). Es por ello que cuando enterraban a sus muertos los dotaban de alimentos y muy bien envueltos en un petate, ya que en este tránsito hacía mucho frío o calor. Desde el momento de morir algún miembro de su grupo, de inmediato todos procedían a organizar fiestas para despedir al espíritu en su trayecto rumbo a Mictlán (la tierra de los muertos). Mucho se ha escrito sobre la forma de concebir la muerte entre los diferentes grupos aborígenes. En el Estado de Michoacán, México, se establecieron los purépechas o tarascos. Su presencia es una incógnita, pues se desconoce el lugar exacto de sus orígenes más remotos, pero, desde que vinieron a las tierras de Michoacán, los tarascos o purépechas (Eneami, Tsacapurhireti, Vanacaze, Vacúxecha, Michuacas, como también se les llamó), hacia el periodo que comprenden los años del 1091 al 1115 d. de C., según los estudios del “Lienzo de Cucuhtacato”, se desarrolló una cultura que, a la llegada de los españoles, se hallaba en el estadio medio de la barbarie, habiendo dado algunos pasos hacia el estadio superior. “Estos pasos se pueden demostrar en sus concepciones de carácter cosmogónico, teogónico, astronómico y matemático, expresados en las yácatas o pirámides de Tzintzuntzan, que representan en muy hermosa arquitectura los Dioses Quíntuples, o sea el dios Kurikaheri y sus cuatro hermanos, que son los cuatro puntos cardinales. Se afirma que los tarascos entendían el universo dividido en tres partes: El Firmamento (Auándaro), La Tierra (Echerendo) y La Región de los Muertos (Cumiechúcuaro); y esto queda demostrado en la unidad cosmogónica y mitológica de las yácatas: la deidad central -que es una advocación de Kurikaheri- se denomina Chupi-Tiripeme, de color azul. Tiripeme-Quarancha, el oriente, de color rojo; Tiripeme-Thupureni, el poniente, de color blanco; Tiripeme-Xungapeti, el norte, de color amarillo; y Tiripeme-Caheri, el sur, de color negro. Estas cinco deidades vivían en las cinco islas del lago de Pátzcuaro. Chupi-Tiripeme, la advocación de Kurikaheri, vivía en la isla central, que es la Pakanda (empujar algo en el agua). Y los otros cuatro dioses vivían en las islas que se localizan en el lago de Pátzcuaro: Yunuén (después), Tekuén (miel), Janitzio (maíz seco, flor de elote o lugar donde llueve) y Jarácuaro (lugar dedicado a Jaracua, deidad que representa a la luna). Las yácatas eran los Kues o templos consagrados a los dioses tarascos. Equivalían a los teocallis de la cultura náhuatl. Eran pirámides sagradas que se levantaban cerca de las casas habitadas por los gobernantes y los sacerdotes y allí sepultaban a los muertos de esta clase social. La cosmogonía purépecha sufre una transformación al fusionarse con el cristianismo, que inicia su influencia espiritual con la presencia del humanista Vasco de Quiroga, quien puso en práctica las ideas de Tomás Moro, contenidas en su obra “Utopía”. Aún perviven las tradiciones purépechas en una cosmovisión híbrida que resulta difícil de comprender para los profanos. Una muestra objetiva, que evidencia el hibridismo al cual se alude, puede ser visto en el templo de Janitzio, cuyos altares se caracterizan por una gran variedad de santos, vestidos a la usanza indígena, y otras imágenes, además el colorido de la ornamentación que confirma la vocación artística de la raza purépecha o tarasca. Esta sociedad aborigen consideraba a la muerte como fin y principio. La vida alcanza su fin con la muerte, pero más allá está el reino de la muerte, el reino de la noche Cumiechúcuaro, lugar a donde van los que mueren. Asistir a un velorio en Janitzio constituye una experiencia muy interesante. El fallecimiento de un ser humano no representa -como en otras colectividades- una tragedia. Sus deudos resignados no deploran el hecho, sino más bien lo comprenden y aceptan con toda naturalidad. El cadáver amortajado en una caja de madera se encuentra tendido al centro del cuarto más grande de la casa. Alrededor colocan sillas para los amigos de la familia del difunto. Pasan una cajetilla de cigarros, de mano en mano, pero antes de tomar un cigarro huelen la cajetilla. El cigarrillo que se consume tiene quizá la equivalencia de la vida que se extingue en el tiempo y en el espacio, y el humo la ascensión del alma hacia la constelación de las cuatro estrellas, la Cruz del Sur, que es la entrada hacia el reino de los muertos. Después, a la hora de la comida, aproximadamente a las 14 horas, sirven platillos de corundas amarillas (especie de tamales envueltos en hojas de la planta del maíz), carne de cerdo y salsa picosa con queso o crema, como si se tratara de una fiesta, también puede ser una comunión espiritual por medio del alimento. En tales circunstancias se dan cita la muerte y la vida. Esta dualidad conceptual alcanza su mayor grado de significación en Janitzio, Tzintzuntzan, Ihuatzio, Huecorio y Santa Fe, la noche del 1° al 2 de noviembre. Desde que se escucha el toque broncíneo de las campanas, cuando el día se ha ido y la noche cubre con su manto la realidad, las mujeres y los niños caminan lentamente hacia los cementerios, llevando flores y ofrendas, por regla general, aquellos alimentos que prefería en vida el difunto: pan, bebidas, frutas, dulces, platillos especialmente cocinados para esa fecha, entre varios más. Frente a la cruz, ponen sobre la tumba dichas ofrendas. Encienden velas y allí esperan en una actitud apacible y profundamente tierna la llegada de las almas de sus seres queridos para que disfruten del sustento de la vida, que nutre y da energía. Parece como si esta ceremonia simbolizara el rompimiento de esa barrera infranqueable que separa la vida y la muerte para permitir el reencuentro con sus muertos; es una forma de comunicarse con los difuntos, preparación tendiente a aceptar “la voluntad divina” y coincidir en la eternidad.