Ricardo Pérez Gutiérrez Morelia, Michoacán.- Esa noche fue tan fría como el cañón del revólver que apuntaba hacia los recuerdos de Andrea, 5 años no fueron suficientes para absolver los errores y menos para olvidar el mantra que tanto repetía durante su oscura vida. El silencio entraba por la puerta que Federico había dejado abierta, la tranquilidad de la noche despertó su inquietud por un presentimiento, ¿cuál era el origen de su elegante poder social?, ¿cómo había llegado ahí? La vida con su abuela era pobre y limitada, lo único que tenía era la navaja que había heredado de ella gracias a Andrés; y ese filo siniestro se había fundido en el olvido de los años. Colocó el revólver en su lugar mientras estos pensamientos la inundaban. A la mañana siguiente tomó su celular y marcó el número de Federico para decirle que tenía un nuevo encargo para él. Después, también llamó a su chofer. - Dígame señora, ¿en qué puedo servirle? - Jorge, necesito que me lleves a mi antigua oficina -dijo Andrea con voz exaltada e histérica. - Como usted ordene, en un momento paso por usted. Al colgar, buscó de inmediato su maletín gris, el de metal con fondo falso donde ocultaba el revólver cada vez que se requería. Antes de que su chofer llegara, Andrea se puso la blusa que prefería sobre las demás por su refinada textura; unos minutos después de admirarse en el espejo, bajó a la recepción. - ¡Vámonos! Federico nos espera —dijo Andrea dirigiéndose de prisa al automóvil. - Usted manda jefa -respondió Jorge poniéndose al volante. Andrea viajó con mucha inquietud, las marcas en sus brazos reclamaban su lugar en su mente, el mantra crecía con cada auto que pasaba de lado por la ventana, a pesar de que se había deshecho de la navaja, las incontables cicatrices ardían al calor de la duda. Eran las 11:00 horas. Federico se acercó al auto para recibir a Andrea. -¿Cuál es el encargo, jefa? - preguntó Federico mientras entraban al edificio. -Necesito que subas a mi antigua oficina y me traigas el paquete que está escondido en el aire acondicionado, tendrás que mover el sillón para encontrarlo. -dijo Andrea con tono desesperado- Te esperaré en el sótano -agregó. Ambos entraron al edificio, se registraron en la entrada, como era costumbre, para la revisión de seguridad, Andrea entregó el maletín al vigilante para que lo inspeccionara, y por supuesto, el fondo falso funcionó. El vigilante creyó reconocer a la antigua gerente de rostro atractivo y brazos regordetes, pero no dijo nada. Federico fue inspeccionado de igual manera, y después se dirigió a cumplir su orden. Andrea se dirigió discretamente al sótano. Ahí estaba una vez más, repitiendo cada movimiento. Bajó los escalones mientras iba diciendo el mantra, las luces automáticas se encendieron una vez más, el archivero se encontraba donde mismo, todo era como aquel día de hace cinco años. Se cercioró de que nadie la abordara desprevenida, revisó cada rincón fuera de la bodega, incluso detrás de unas empolvadas cajas que estaban ahí. Sin nadie más a su alrededor abrió la puerta esperando encontrar la escalera, pero ahí no había ninguna escalera, estaba él. -¿Andrés?, ¿eres tú? -preguntó Andrea aterrorizada. -El mismo de tu infancia, el mismo de aquel dinero y el mismo que te puso la navaja en las manos -respondió Andrés con voz rasposa mientras le sonreía. -¡No puede ser! Te creí muerto -dijo Andrea titubeando, mientras desesperada repetía en su mente el mantra. -¿Aún no lo entiendes? tu lujosa vida la has obtenido gracias a mí, todo ese dinero manchado de sangre, todas esas mentiras, cada vez que jalabas el gatillo me apuntabas a mí creyendo que me escapaba con tu fortuna -dijo Andrés en tono seco mientras caminaba hacia ella. Andrea escuchó unos pasos, alguien bajaba por los escalones; tenía que ser alguien que venía a ayudarla. -¡Federico, el paquete rápido! -exclamó Andrea mientras le apuntaba con el revólver, ni ella misma se explicaba cómo había llegado el arma desde el maletín hasta sus manos. -¡Tranquila jefa, soy Federico! El eco de dos cañonazos rompieron el silencio, Federico cayó con el paquete en las manos, Andrea lo abrió y sacó de ahí la navaja de su abuela, había sido un engaño el haberse deshecho de ella. La había ocultado muy bien para evadir la tentación. Con la navaja en sus manos se sintió aliviada de su mantra, como si se hubiera quitado un peso de encima. Justo en ese momento, bajaron al lugar el vigilante y las moscas, sus odiosas exempleadas. El viejo vigilante la encañonó inmediatamente mientras emitía una orden por el radio. Una de las moscas, le dijo: -Al fin tendrás lo que te mereces -su voz estaba llena de rencor. -¡Hazlo! -ordenó Andrés Haz que me sienta orgulloso de ti, no dudes en hacerlo, ya has llegado hasta aquí, no puedes perder más. -No puedo Andrés, tú eres el culpable de todo -dijo Andrea sollozando mientras veía el reflejo de Andrés en el filo de la navaja. Y siguió murmurando muchas otras cosas más a Andrés, al hombre que nadie más veía en aquel sótano. El vigilante y las moscas estaban desconcertados. Andrea sintió su incomprensión como una ofensa; estaba harta de que nadie viera las heridas que tenía en la piel, no había lugar para una marca más en sus brazos, así que decidió hacerse una última herida que acabara con todo. Mientras la navaja se abría paso por su cuello, Andrés le susurraba: “déjate llevar, déjate llevar”.