Notimex/La Voz de Michoacán Juba, Sudán del Sur. En Sudán del Sur continúan apareciendo campos no oficiales para desplazados. La guerra civil que desde 2013 ha devastado el país más joven del mundo no parece encontrar su fin, y día a día aumenta el número de personas que huyen de la violencia y el hambre. En Gumbo, un suburbio de la capital, Juba, han encontrado refugio miles de desplazados, la mayoría mujeres y niños. No reciben ayuda suficiente de las organizaciones internacionales y de las instituciones locales para satisfacer sus necesidades básicas. Y, así, en el campo de Sherikat la gente muere incluso por las enfermedades más banales. Gumbo es uno de los barrios más populares de Juba. Distribuido a lo largo de la costa oriental del río Nilo Blanco, que divide en dos la capital, Gumbo ha visto multiplicada su población en pocos años debido a la guerra sin tregua entre las fuerzas armadas de la etnia dinka, leales al presidente Salva Kiir Mayardit, y las de etnia nuer, fieles al ex vicepresidente Riek Machar Teny Dhurgon. A diferencia del resto del país, Juba goza de una relativa tranquilidad y, por lo tanto, es vista por la población rural, la más expuesta al conflicto, como un puerto seguro donde atracar. Ahí se ha vivido un proceso de urbanización totalmente fuera del control de las autoridades de Sudán del Sur, que no cuentan con los medios adecuados para hacer frente a la situación de emergencia y que, de la mano de la generalizada corrupción, no se preocupan por esta amplia parte de la población. Actualmente hay más de tres millones de personas que huyen de los combates y se van a otra parte de Sudán del Sur o a los países vecinos, mientras que los muertos ya han superado los 100 mil. Los campos oficiales, gestionados por las agencias de la ONU y el gobierno, no consiguen acoger a los recién llegados porque ya están desbordados. Por lo tanto, los desplazados se ven obligados a recurrir a los campos alternativos, no oficiales, donde al menos pueden encontrar espacio para armar su propia tienda. Este es el caso del campo de Sherikat, creado hace unos tres años en Gumbo a lo largo del perímetro exterior del complejo de la misión católica salesiana de Don Bosco. "Me fui con mis dos hermanos -cuenta Joyce Aban, de 28 años, originario de Yei-, pero en el camino hacia Juba unos hombres armados detuvieron nuestro coche y se llevaron a mis hermanos. No sé qué ha sido de ellos”. “Llegué a Juba sin saber adónde ir –recuerda-. Alguien me dijo que aquí había una iglesia que ayuda a la gente, y llegué a pie. Mi marido es soldado. Desde que, en julio del año pasado, se retomaron los combates hasta la fecha no he visto a mi marido. No sé dónde está. Ahora estoy aquí sola con mis tres hijos". La historia de Joyce es tristemente parecida a la de muchos de los habitantes del campo de Sherikat. Provienen, en su mayoría, de la provincia de Yei, en el suroeste de Juba, una de las zonas más afectadas por el conflicto. "Nadie sabe con certeza cuánta gente vive acampada aquí en Sherikat -explica John Yor, de 32 años, que se ofrece como guía en el campo-, pero se habla de cerca de tres mil personas. Hay muchísimos niños, la mayoría”. “Nos las arreglamos para sobrevivir gracias a las bolsas de arroz que nos dan los salesianos de Don Bosco, que también nos permiten enviar a sus escuelas a nuestros hijos”, señala. “Los misioneros –dice- son nuestra salvación, sin ellos estaríamos perdidos. Muy rara vez se dejan ver los funcionarios de organizaciones internacionales y el gobierno. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) nos ha dado las tiendas en las que vivimos". Y hace un llamamiento: "En Gumbo la gente muere de hambre y, como consecuencia, hay mucha criminalidad. Suceden muchas cosas malas, pero las autoridades tardan en llegar porque estamos lejos del centro”. “Los que vivimos en esta zona pedimos ayuda a la comunidad internacional. Necesitamos desesperadamente más seguridad porque Sudán del Sur es un país en conflicto y no sabemos cuándo terminará esta guerra", manifiesta. Sherikat no tiene un dispensario fijo. Hay solo un doctor para miles de personas: lo envían las autoridades sanitarias locales una vez por semana. También escasean los medicamentos básicos, y los que pagan las consecuencias son sobre todo los niños, que siguen muriendo por enfermedades que se pueden tratar fácilmente, como la malaria. En todo el campo hay solo un pozo, donde las mujeres pasan varias horas haciendo fila para llenar las garrafas con agua con la que beben, cocinan y lavan. Los baños no son más que agujeros excavados entre los árboles a pocas decenas de metros de la aglomeración de tiendas de campaña. Para pasar el rato, cientos de niños no pueden hacer otra cosa que jugar al fútbol con una pelota pinchada o trepar a un árbol en el centro del campo. "En Sudán del Sur -explica Ashley McLaughlin, responsable de la Oficina de Comunicación de la OIM Sudán del Sur- tratamos de ofrecer ayuda psicológica además de ayuda humanitaria”. Afirma que “el objetivo es reconstruir, en la medida de lo posible, el tejido social de estas personas. No es fácil vivir en campos de refugiados abarrotados junto con extraños tras haberlo perdido todo, sin ningún tipo de intimidad y con niños que no pueden ir a la escuela. Y, sobre todo, sin ninguna certeza sobre el futuro". Y advierte: "Nuestros fondos y los de otras agencias de la ONU se están agotando. Esto significa que, si la guerra no termina pronto, campos como el de Sherikat proliferarán como setas”. “Ya hay cientos de ellos: los hay cerca de los aeropuertos y de los mercados e incluso dentro de cementerios. Sudán del Sur está generando una población de desplazados, destinados, en el mejor de los casos, a convertirse en marginados, y en el peor, a morir, incluso por la más trivial de las enfermedades”, sentencia McLaughlin.