MIGUEL ÁNGEL MARTÍNEZ RUIZ Cuando fallece una persona no muy cercana a nosotros desde el punto de vista afectivo, nos parece un hecho normal y lo aceptamos con toda ecuanimidad, pero cuando mueren nuestros padres, hijos, demás familiares o amigos, estos fenómenos indiscutiblemente vinculados a la existencia nos afectan, sobre todo si se trata de nuestros descendientes ¿Por qué? La respuesta es simple y a la vez compleja. Si la razonamos con madurez -muy rara en estos casos- se trata de un suceso biológico, ciertamente indeseable, pero es necesario aceptarlo como tal. Ahora bien, si se toman en cuenta todas las variables que implica este acontecimiento, tales como el ya no volver a ver a nuestro familiar o amigo, recuerdos de experiencias compartidas, gratitud por algún favor recibido, pasión cuando hay nexos de carácter amoroso, etc., se vuelve una verdadera tragedia, sentimos nuestra vulnerabilidad, soledad y desamparo ante lo irremediable, sobre todo si formamos parte de las culturas occidentales, dado que en algunas religiones orientales, como la budista, propician una comprensión de la muerte como un fenómeno universal propio de la naturaleza, parte del proceso mismo de la vida y así se les enseña a los niños desde pequeños. Existe “El libro tibetano de los muertos”, que sirve de preparación por medio de textos con instrucciones precisas para cuando llegue la hora. El aceptar que somos huéspedes de la tierra va predisponiendo al hombre a reconocer la muerte como destino y disfrutar plenamente la vida presente sin temores ni estados de tensión emocional. En algunas culturas aborígenes de América también el hombre asimila la idea de que por encima de todo, de una sola cosa se puede estar seguro: el fin de la vida terrena. Pero en nuestra percepción de la realidad existe cierta incertidumbre sobre nuestro futuro después de la muerte. El Tantra, tradición espiritual de la India, enseña que tarde o temprano, antes o después, nuestro destino es la muerte. Mas no ve en ella una tragedia, tampoco la magnifica, pero sí la considera como la motivación más importante para tratar de ser superiores desde el punto de vista espiritual y de los valores éticos. Estudios etnográficos y antropológicos realizados a través de mucho tiempo revelan que el miedo a la muerte tiene tres facetas: 1. Se le teme a la muerte por no saber el destino del alma después del desenlace, es decir, “yo le temo a la muerte porque no sé a ciencia cierta qué sigue en el más allá”; 2. Se ahonda ese miedo al ver morir a nuestros seres queridos, pues se aprecia muy cerca la presencia de dicho trance y nos percatamos de nuestra fragilidad ante los designios inexorables de la naturaleza o de Dios; 3. Pavor a que regresen los muertos de sus tumbas en forma de fantasmas o espantos. Por eso, cuando se alude a algún muerto, de inmediato agregamos frases como “descanse en paz”, “que de Dios goce”, “quien se encuentra en los cielos”, “que nuestro Señor lo tenga en su santo reino”, queriendo decir con estas expresiones que no se desea su presencia en el mundo de los vivos; pero cuando las personas dicen haber visto apariciones de muertos, casi siempre existe la conseja de que se le deben dirigir muchos improperios o bien se le recomienda a quien tiene este problema, decirle al ánima en pena: “Vete a sufrir las penas de San Francisco”, seguramente por los estigmas que este santo padeció, pues se dice que revivieron en él las heridas de Jesucristo. Es irrefutable que el óbito de alguna persona amada es razón suficiente para desencadenar síntomas de depresión, ansiedad, pánico o, como dijo la esposa de un distinguido personaje: “Su muerte me ha traído sólo tristeza, coraje y frustración.”; 4. La incertidumbre y la falta de fe es otra de las motivaciones de ese temor, puesto que todas las propuestas religiosas son meras hipótesis, debido al hecho de que nadie ha regresado de ultratumba a decirnos lo que ocurre después del desenlace fatal; 5. La muerte despoja al ser humano de todo lo que posee: familia, riquezas, cultura, educación, belleza, bienes, valores, entre ellos el máximo valor que es la propia vida. Si otro semejante nos quita un hijo, una casa, alguna cantidad de dinero, lo odiamos y nos causa una molestia muy grande, ¿qué sucede en la mente en el caso de la muerte? Algunos especialistas en problemas de la conducta humana han llegado a declarar que las fobias, los trastornos obsesivo-compulsivos (TOC) y las hipocondrías no son más que resultado de un temor inconsciente a la muerte. De esta última se deduce la razón por la que acudimos a los panteones a llevar flores, rezar por los difuntos, incluso hacerles múltiples ofrendas y misas para que descansen sus almas y no vengan a intervenir en nuestras vidas. Por otra parte, la ciencia de la tanatología, aplicada en los países más avanzados, tiene por objeto ayudar a los enfermos terminales para que acepten su destino mediante métodos de convencimiento, además de proporcionar terapia de apoyo emocional a los deudos de cualquier difunto, quienes atraviesan por cinco etapas bien definidas, que son: 1. Negación del hecho; 2. Enojo contra el fallecido, los médicos, el mismo doliente por no haber llevado a cabo tales o cuales acciones, contra la familia y, en algunos casos, contra Dios; 3. Negociación, se empiezan a entender las razones de aquel suceso deplorable; 4. Depresión, el dolor se convierte en una tristeza muy grande, y 5. Aceptación, finalmente se llega a la conclusión de que la muerte es un fenómeno natural inexorable y viene la resignación. Aquí, la religión desempeña un papel muy importante, pues, como es sabido, siempre se habla de un cielo o una realidad gratificante después de la muerte. De ahí la frase: La muerte está en la vida y la vida está en la muerte, que es motivo de reflexiones filosóficas. Se han hecho encuestas con base en algunas preguntas que se les formula a una elevada muestra de hombres, mujeres, adultos y niños, sobre el momento y condiciones de su preferencia respecto al momento de morir. Las opiniones se centran en las siguientes respuestas: En mi casa, rodeado de mis familiares; mientras esté dormido, sin ver a nadie llorar por mi ausencia física; repentinamente, sin prolongadas agonías de dolor para mí y mi familia; estando en paz con Dios; esto es después de haber recibido toda la preparación que se estila en cada religión; por causas naturales, no como consecuencia de algún accidente. Pero, los grandes problemas de la filosofía de todos los tiempos en la búsqueda de encontrar el sentido, el origen y el destino de todos los seres, sintetizando las preguntas fundamentales, estas pueden reducirse a: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? (El sentido de la vida) y ¿Hacia dónde vamos? El meollo de la cuestión es si el alma es inmortal y si existe una realidad o irrealidad después de la muerte “el más allá”. El abordaje del tema de la muerte corresponde a muy diversas disciplinas como son: historia, biología, medicina, bioética, psicología, psiquiatría, etnografía, antropología, entre otras muchas, pues casi no existe ninguna ciencia que no tenga alguna relación con la explicación de este aspecto de la realidad. Para razonar sobre la inmortalidad del alma es preciso conocer hasta donde nos sea posible la muerte. El estudio de este fenómeno puede tener diversos enfoques. La muerte es la cesación de la vida, el fin de la existencia en este proceso en que estamos inmersos todos los seres vivos. Esto equivale al concepto de deceso, hecho que ocurre en el orden natural, el cual puede ser comprobado mediante un examen del cadáver realizado por un médico utilizando procedimientos especiales. Reflexionando acerca de la presencia humana de la muerte, Epicuro afirma: “Cuando existimos, la muerte no existe y cuando está la muerte no existimos”. En otra dirección, Wittgenstein sostiene: “La muerte no es un evento de la vida: no se vive la muerte”. Sartre dice: “La muerte es un puro hecho, como el nacimiento; viene hacia nosotros desde el exterior y nos transforma en exterioridad. En el fondo no se distingue de manera alguna del nacimiento y denominamos facticidad a la identidad del nacimiento y de la muerte”. De acuerdo a las diferentes concepciones que se tienen de la muerte, esta puede ser: a) el inicio de una nueva vida; b) fin de un ciclo vital; y c) una posibilidad existencial. Respecto al juicio contenido en el inciso “a”, este guarda una estrecha relación con todas las doctrinas que admiten la inmortalidad del alma humana, tal como decía Platón, la muerte es la separación del alma del cuerpo. Schopenhauer hace un parangón de la muerte con el ocaso del sol que es, al mismo tiempo el orto del sol en otro lugar. Es incuestionable que entre todas las especies que existen sobre la tierra, la humana es la única que tiene conciencia plena de la muerte como un acontecimiento fatal e inexorable. Por eso, se ha visto como el fin, conforme al inciso “b”. Así, Leibniz considera la muerte como una disminución o decadencia de la vida. ”No se puede hablar de generación total o de muerte perfecta, entendida rigurosamente como separación del alma. Lo que denominamos generación es desarrollo y aumento y lo que llamamos muerte es decadencia y disminución”. Hegel asevera: “La inadecuación del animal a la universalidad es su enfermedad original y es el germen innato de la muerte. La negación de esta inadecuación es, precisamente, el cumplimiento de su destino”. Como posibilidad existencial “c”, la muerte es una posibilidad permanentemente presente en la vida del hombre; de ahí que Heidegger exprese: “La cadente cotidianidad del ‘ser ahí’ conoce la certidumbre de la muerte y sin embargo esquiva el ‘ser cierto’. Pero este esquivarse atestigua… que la muerte tiene que concebirse como posibilidad más peculiar, irrefrenable y cierta”. Cicerón y Montaigne le dan a la filosofía el valor de una preparación para la muerte a través de la meditación que esta disciplina conlleva. El psicoanálisis establece que la muerte es una pulsión (Tanatos), además de la pulsión de la vida (Eros), las cuales son elementos esenciales en la estructura de la psique humana, y entre estos dos principios en conflicto hay que agregar la influencia de la civilización. Uno de los psicoanalistas más afamados, el suizo Carl Gustav Jung, en coordinación con un sinnúmero de sus seguidores se dieron a la tarea de revisar atentamente miles de sueños y los resultados fueron: Una gran cantidad de arquetipos o ideas básicas relacionadas con la muerte. Por ejemplo, una vela a punto de extinguirse, una cortina que se cierra para dejar oscuro un espacio, un camino que se trunca, un reloj en el preciso instante en que marca las doce horas, un puente que traslada a otra realidad muy diferente, pasar bajo un arco iris, etc. Estas imágenes se originaron sin duda en la vida cotidiana, es decir, se trata de objetos y hechos que capta el inconsciente y le da un significado. Tales sueños pueden revelar la creencia en una vida ultraterrena. Estos fenómenos no reflejan necesariamente algo verdadero, pero tampoco se les puede excluir de una manera definitiva. También se han estudiado desde el punto de vista psicoanalítico algunas experiencias místicas como clarividencias, premoniciones, revelaciones, entre otros fenómenos paranormales, y se les considera dignos de tomarse en cuenta. Para la biología y las ciencias médicas, la muerte supone dos preocupaciones fundamentales: indagar las causas del envejecimiento y los problemas o enfermedades que la originan. Respecto a este último punto, la muerte ha sido considerada como el fin de la respiración, el término de la función cardiaca y la suspensión de la actividad cerebral, denominada “muerte clínica”. Desde esta posición eminentemente técnica, la muerte clínica permite utilizar los órganos del ser humano para trasplantes. En torno a esta cuestión existe toda una polémica que cae dentro del campo de la bioética. Lo mismo sucede con la “eutanasia”, “muerte asistida”, también llamada “buena muerte” o “muerte digna”. Sobre este particular muchos enfermos terminales que sufren y penan dolores y angustias aterradores, verdaderamente indescriptibles. Por esto, hay muchas personas partidarias de la eutanasia, con la cual se libera al enfermo de tanto sufrimiento; se la considero una obra de caridad. En contraposición, Hipócrates, “El Padre de la Medicina”, con el que se obliga el nuevo médico a jamás usar sus conocimientos para matar, ni siquiera a petición o súplica del paciente.