Gustavo Ogarrio Me imagino que mi madre ya no recuerda la receta del bacalao porque muchos años antes la palabra bacalao noruego era un ritual de papas cortadas en la mesa, de pedazos de pescado tendido en esa misma mesa y empanizado en un polvo blanco que parecía una barda de cal en medio de la noche; jitomates, ajos, perejil, alcaparras, cebolla y aceitunas que iban siendo incorporados con una lentitud de voces que se desplegaban por toda la casa. Para esto, ya habíamos pasado por remojar el bacalao toda la noche y desmenuzarlo con una paciencia de hijas e hijo acostumbrados también a doblar cajas de cartón desde agosto; mi madre forraba esas mismas cajas con un papel luminoso de esferas, muérdagos y dibujitos navideños que servían para venderlas en el mercado de Coyoacán, al tiempo que en casa y por las noches íbamos terminando el bacalao noruego en su camino acompañado de espaguetis con crema y romeritos con tortas de camarón y sidra de manzana. A mí me gustaba la palabra “bacalao noruego”, tenía una resonancia poética y misteriosa…quizás porque me gustaba verlo en las cartulinas que decían su precio y que aseguraban que era “auténtico”. Mi madre hacía dos cazuelas por temporada: la primera se abría a nosotros uno o dos días antes de la Navidad, la colocaba en la cocina y era tan grande que toda nuestra gula no alcanzaba para terminar con ella; hermanas, primas y primos, tíos y tías que pasaban cerca de la cazuela infinita y que se preparaban a cualquier hora del día una hermosa torta de bacalao noruego, siempre noruego. A veces simplemente metíamos dos o tres dedos en la cazuela, sin quitarle la servilleta de tela que la cubría, y sustraíamos algunas papas con aceitunas y el bacalao embadurnado en la mano. La otra cazuela aparecía después de Navidad y a veces duraba hasta enero: es probable que mi madre tampoco recuerde porqué esta segunda cazuela era la más íntima, la que más nos gustaba, la que simplemente devorábamos con mayor alegría.