Agencias/La Voz de MichoacánMéxico. Después de seis días de fiebre, ese sábado ya no tenía ganas de levantarme y decidí ir a la guardia. Me sentía cada vez más débil, pero me resistía a hacerlo. Tenía miedo de morir en soledad. En mi cabeza guardaba las imágenes de los hospitales de Europa, gente a la que ingresaban, aislaban y moría sin despedirse de nadie. Fui manejando mi auto para convencerme de que volvería a casa. La tarde estaba soleada y la ciudad se veía vacía. Avenidas sin autos, negocios cerrados, calles despobladas. Desde que empezó la cuarentena, salir a la calle me recuerda la amenaza científica de mi infancia: una bomba de neutrones era capaz de aniquilar a toda la humanidad pero dejaría intacto al planeta. Nos auguraban un porvenir desahuciado. Llegué a la clínica con el barbijo puesto, guantes descartables y el cabello atado. No había nadie, solo el personal de salud y los guardias de seguridad. Todos me miraban con miedo y desconfianza. Los pisos brillaban porque nadie los pisaba y las columnas metálicas le daban más frío a ese ambiente distópico con olor a alcohol. A través de un panel de acrílico le describí mis síntomas a una enfermera. Cuando tuve que explicarle a la médica de guardia lo que me pasaba, elegí usar la palabra "febrícula" porque sentía que disminuía la gravedad del asunto. La alarma se encendió igual y se disparó el protocolo de atención por coronavirus. Me aislaron en un consultorio improvisado para la pandemia y mi pesadilla se hizo realidad: ya no podría salir de allí. Análisis de sangre, radiografía, ecografía. Todo se hacía dentro de un cubículo de dos metros cuadrados, que tenía una camilla, un tubo de oxígeno, un teléfono, una mesada y un tensiómetro. Cada análisis requería un protocolo: los técnicos entraban vestidos como astronautas, con barbijos, guantes y camisolines que se apilaban en un cesto al lado de la puerta, donde los arrojaban, antes de irse, con un gesto de hartazgo. Evitaban hablar conmigo y yo tampoco lo intentaba. Después de dos horas en soledad, usé el teléfono que me habían indicado como único medio para comunicarnos y les pedí agua. Ya empezaba a sentir ese diario temblor febril de las 18 y a tiritar de frío. Media hora más tarde, vino a verme la médica, pero sin el agua. Sacó su termómetro digital y esperó en silencio el resultado. -Tenés 35,5. No tenés fiebre -sentenció. Guardó el termómetro en el bolsillo superior de su ambo y antes de que cerrara la puerta, le recordé que tenía sed. Al rato, alguien dejó una botella de agua mineral en el piso y alcancé a decirle gracias pero no sé si me escuchó. Cada vez con más escalofríos, me abrigué con la camisa que llevaba puesta y me acosté en la camilla pensando por qué no volvían a usarse los termómetros de mercurio. Nadie en esa clínica pensaba en otra cosa que en el coronavirus. No me habían revisado para ver qué otra enfermedad podía ser y después de decír "febrícula", nadie más me escuchó. Cerré los ojos y ocupé mi mente con la imagen de una playa que me había llegado por WhatsApp esa mañana. Un amigo me recordaba ese lugar donde habíamos remado hace unos años y a mí me parecía de un siglo atrás. Escuché con mi imaginación el ruido del mar, sentí el viento en mi cara y me escapé hacia allí. Ningún indicio No sabía cuánto tiempo había pasado cuando me despertó el teléfono. Me avisaron que los análisis estaban listos y me daban el alta porque no había ningún indicio de coronavirus.