Gustavo Ogarrio Cuando recibo la noticia de que uno de mis sobrinos está contagiado no puedo más que respirar y decir: “ahí vamos de nuevo”. De nuevo contra la enorme ola del virus, cuidando que no se hayan contagiado ni sus hermanos ni su padre; aislando, callando, moviendo rápidamente piezas de un frágil rompecabezas; pruebas, análisis, placa de tórax, antiviral. De nuevo en la activación de una alarma que empieza como un susurro cavernoso por el teléfono y se va transformando en un reptil que no se sabe cuándo crecerá velozmente para subirse al cuello de los demás. Sin embargo, también intento recuperar ciertos días previos al purgatorio, los más lejanos. Es como un ejercicio mental y cardiaco en el que evoco escenas de la antigüedad: dentaduras postizas sumergidas en un vaso con agua; los brochazos de pintura color crema sobre las paredes desnudas y blancas con las que cambiábamos la fisonomía de la sala; el primer día que me subí a un avión gracias a que mi hermana Silvia nos pagó un viaje a Ixtapa y nos peleábamos para quedar sentados en la ventana como si advirtiéramos que las nubes eran también un paraíso de espumas blancas que justificaban la existencia; alguna fiesta en casa y en la que mis primos mayores bailaban en círculos concéntricos una canción que duraba tanto que nos alcanzaba para sentarnos en el sillón y rehuir nuestra incorporación a esa procesión de ritmos francamente ajenos a lo nuestro; los maullidos de gatos que morían ahogados cuando caían por error a un tinaco que a veces se quedaba abierto por las noches; el olor de las moras cuando cruzábamos el Vivero en tardes en las que fumar era un ensayo desafiante de vida en el que se ocultaba el humo futuro de velorios y bodas, de risas amables antes de absorber la combustión del tabaco. Recuerdo todo esto para volver a respirar y decir: ahí vamos de nuevo, hacia atrás y hacia adelante…removiendo lo que se esconde en la elegía secreta de la vida.