Gustavo Ogarrio El escritor y perfomancero Pedro Lemebel murió el 23 de enero de 2015, hace poco más de 6 años. Nació el 21 de noviembre de 1952 en el Zanjón de la Aguada, una de las ciudades perdidas de los suburbios del Santiago de Chile de los años cincuenta del siglo XX. Su lugar de nacimiento se transformó en uno de los puntos de partida de una prosa absolutamente poética y acerba: “Y si uno cuenta que vio la primera luz del mundo en el Zanjón de la Aguada ¿a quién le interesa?...bajo ese paraguas del alma proleta, me envolvió el arrullo tibio de la templanza materna. En ese revoltijo de olores podridos y humos de aserrín, «aprendí todo lo bueno y supe de todo lo malo»”. La música que acompañó la vida y la obra de Pedro Lemebel fue sumamente diversa, siempre una experiencia narrada, artística y popular: “Yo era muy chico para que me gustara el bello Elvis, su pelvis tiritona y esa música de los coléricos norteamericanos que hacía zumbar los oídos en los años ‘60. Aquellos ritmos, más el cursi bolero y el viejo tanguear, los recibí de las mujeres de mi familia que hacían los quehaceres domésticos ensayando pasos de baile con la radio prendida. A esa edad, mi relación con la música era indiferente, sólo ambiental”. Su largo cancionero pasaba por los Beatles en los años 60 se deslizaba en sus crónicas hasta esa Madonna como deidad popular en los tiempos del VIH: “…mil Madonnas revoloteaban a la luz de cagada de moscas que amarilleaba la pieza, reiteraciones de la misma imagen infinita, de todas formas, de todos los tamaños, de todas las edades; la estrella volvía a revivir en el terciopelo enamorado del ojo coliza. Hasta el final, cuando no pudo levantarse, cuando el sida la tumbó en el colchón hediondo de la cama. Lo único que pidió cuando estuvo en las despedidas fue escuchar un cassette de Madonna y que le pusieron su foto en el pecho”.