Jaime Darío Oseguera Méndez Esta semana se cumplieron 27 años del asesinato de Luis Donaldo Colosio Murrieta. Cualquier magnicidio exhibe las miserias y el declive de un régimen político. A casi tres décadas de su muerte, la insatisfacción con los resultados de la investigación ha pulverizado la esperanza de lograr justicia en una causa que no ha sido sólo de su familia, sino un crimen que denostó y agravió a todos los mexicanos. Siempre que muere una figura pública, un líder político, se tiende a magnificar su personalidad y capacidades. Es consecuencia natural de la tragedia. La propia clase política del momento se benefició con la sombra del asesinato y las especulaciones sobre el mismo han servido de nutriente para todo tipo de hipótesis sobre conspiraciones. También las especulaciones son normales cuando falta transparencia sobre la persecución de los delitos, por lo que muchos han vivido de ese relato. Es un exceso atribuir capacidades supremas o sobre naturales a la figura de Luis Donaldo. Era un líder, sí, pero una figura muy de carne y hueso. Carismático sí, pero ensalzado por un régimen que vestía a sus propias creaciones; un régimen diseñado para que el ungido como candidato a la Presidencia de la República por el PRI, asumiera el control prácticamente desde su postulación, inaugurando con ese juego un ritual sexenal que alimentaba al presidencialismo extremo. El combustible de esa hoguera, era necesariamente la entronización de una figura engrandecida por el propio sistema. La exaltación era parte central del ritual. Lo que sí tuvo Colosio, fue la gran capacidad para entender su tiempo y el momento que vivía; sin duda era un tipo inteligente. En eso reside el drama de su asesinato. Se convenció de que era el momento para encabezar el discurso del cambio desde adentro, en el que se diera una transformación pactada desde el poder, justamente para conservarlo. Por eso el morbo de su relación con el Presidente Salinas, a quien presuntamente no le habría caído bien la crítica que el candidato Colosio hacia a su gobierno, del cual, por cierto, había sido parte central. Jorge G. Castañeda tiene un extraordinario libro sobre la “arqueología de la sucesión presidencial” bajo el régimen del PRI, donde deja claro desde la perspectiva de los que ganaron y también bajo la visión de los vencidos, que quienes participaban del juego del poder lo hacían conociendo a la perfección las reglas y a sabiendas de que podían ganar o perder. En ese libro titulado “La Herencia” se desnuda la naturaleza de un sistema diseñado para perpetuarse, pero fundamentalmente bajo una premisa: el Presidente saliente tomaba la decisión sobre su sucesor, así que seleccionaba a su predilecto, considerando algunas opiniones de diferentes sectores, pero decidiendo al fin por quien les representaba una continuidad. El pacto de paternidad se rompía apenas iniciadas las campañas. Sucedió con Díaz Ordaz cuando se designn las refentra y el que sale,su papel bien puede tratarse de un juego de ml pacto se rompal f una premisa: el Presidente salientó a Echeverría y cuando éste se decidió por López Portillo. Lo mismo sucedió con Salinas y Colosio, de manera que bien puede tratarse de un juego de máscaras en el que ambos, el que entra y el que sale, saben su papel. Así que Salinas lo designó y sabía que tenía que aceptar sus críticas, por lo que suena muy fantasioso que lo haya mandado matar. Seguramente sabe lo que sucedió, pero las balas que mataron a Colosio, acabaron con la credibilidad de las reformas que había impulsado Salinas a lo largo de su sexenio: lo condenaron a la obscuridad de la historia. En el tema de Colosio no hay más a estas alturas que referirnos a los hechos. El primero y más significativo es que, contrario a lo que mucha gente piensa, el asesinato de Colosio terminó el proyecto transexenal que se había propuesto el equipo de Carlos Salinas y que lo llevó al poder. Siempre estará la sombra del crimen orquestado desde el poder donde el responsable fue el Presidente. Lo cierto es que la muestre de Colosio y los hechos de ese terrible 1994, “el año que vivimos en peligro” como el surgimiento del EZLN, el asesinato del Cardenal Posadas Ocampo en el aeropuerto de Guadalajara presumiblemente a manos de la delincuencia organizada, el de Francisco Ruíz Massieu y el error de diciembre de ese mismo año, cambiaron las prioridades para el régimen: en lugar de una reforma social profunda, que eliminara los graves brechas de desigualdad y pobreza que arrastramos desde entonces, el acento se puso en acelerar la alternancia por encima inclusive del cambio de régimen, el fortalecimiento de las instituciones electorales o el sistema de partidos. Al final la muerte de Colosio impulsó la llegada a la Presidencia de un técnico en lugar de un político de partido, quien se propuso mantener las cosas en cierta estabilidad y permitir, facilitar o acelerar la alternancia que tarde o temprano tendría que llegar. Finalmente, el PRI perdió en el año 2000 por esa y muchísimas otras razones. Colosio entonces no es un héroe como tal, sino una víctima de su tiempo. Víctima de su propio éxito y traicionado por su contexto. Duele aún, lastima lo que le hicieron, porque quienes iniciábamos nuestras carreras en la política vivimos como un agravio mayúsculo su asesinato. Increíble, inaudito. Fue un duro golpe para la democracia en el país y para quienes tenemos la creencia de que las reglas de la democracia podían proveer estabilidad y claridad en el manejo del poder. Por supuesto de aquel PRI no queda prácticamente nada; acaso las siglas desdibujadas, el cascarón. No es lo mismo la conservación del poder, que la búsqueda del poder, su distribución o la administración de la derrota y la muerte lenta. El partido de la época de Colosio, cumplía una función: preservarse y transformar al país desde el poder. Eso ya no existe. Valdría la pena preguntar, cual es la imagen que ven las dirigencias hoy desde su propio espejito.