Gustavo Ogarrio Las ciudades estaban dormidas. Era el momento idóneo para que ardiera una revolución en aquel palacio. No había lugar para nosotros, veníamos de ningún tiempo y ya sabíamos que íbamos hacia la nada. Era tan poco lo que pedíamos: asomarnos al mar para ver a la ballena eterna, que el viento se estrellara contra nuestros rostros imberbes; la tibieza de los cuerpos entrelazándose en el dulce caleidoscopio de lo vivo. Esto fue lo que aprendimos en el camino: todos los sonidos llevan al abismo, la belleza se disuelve en nuestras manos. Pero también había montañas fosforescentes, cuevas de hielo que nos ayudaron a habitar el silencio. Corríamos para cruzar la jungla y al llegar a nuestras casas al anochecer rompíamos en un sollozo sordino por haber sobrevivido. Las lágrimas de una vida sin amor, así gritaba desde el fondo de la caverna nuestro cíclope herido de muerte. Había terminado el crepúsculo de esos sonidos. Fuimos despiadadamente efímeros, cercados por esas hermosas y tremendas mentiras que nos rodeaban. Había llegado el momento de terminar con esa devoción insensata. Caminamos enmascarados, como si la máscara fuera nuestro verdadero rostro, como si no tuviéramos ese pasado que nos hacía cantar de esa manera. Todo se modernizaba, empezando con la muerte. Muchos dijeron adiós en silencio. Simplemente se entregaron a ese olvido del cual iba a nacer otro río de sonidos con la estridencia de otras almas. Volvía la guitarra a buscar su plenitud en la voz que se alejaba. Hemos llegado tarde al banquete de la vía láctea; no podremos mirar de nuevo el abismo en ese cielo nocturno. Parece que todo era un viaje que quizás había comenzado con los Rolling Stones, nadie lo sabe; un éxodo en el que se anudaban toda esa música y una redención que por momentos hasta nos dejaba con una sonrisa suave, listos para iniciar la era del nunca más.