Jaime Darío Oseguera Méndez Escribe Francis Fukuyama en su libro “Confianza” (Trust): El bienestar de una nación, así como su capacidad para competir, se halla condicionado por una única y penetrante característica cultural: el nivel de confianza inherente a la sociedad. En las sociedades modernas, el capital social mide la capacidad de los individuos para buscar y alcanzar objetivos comunes; por la posibilidad de asociarse y cooperar para lograr fines positivos, como mejorar el funcionamiento de las escuelas, la limpieza y conservación de los espacios públicos, la capacidad de organizaciones vecinales para defenderse de la delincuencia o la propensión al altruismo, filantropía y participación comunitaria en general. La confianza incrementa la productividad del trabajo en equipo. Lo anterior depende del grado en que los integrantes de una comunidad comparten valores y principios o tienen propensión a la observancia de las normas, provocando expectativas claras en el cumplimiento de contratos, el desincentivo al fraude, el intercambio en general, etc. La confianza se construye a través de comportamientos explicables, predecibles dentro de una comunidad, que generen acuerdos: es cultura. El sistema electoral no puede desligarse del funcionamiento cotidiano de nuestras expresiones culturales. Ingenuamente creímos algunos que teníamos un sistema electoral libre de sospechas y eficiente, es decir con altos grados de confianza. Con capacidad para distribuir el poder y disminuir el conflicto. Los hechos de los últimos días nos han demostrado con mucho pesar que seguimos teniendo un sistema electoral construido sobre la base de la desconfianza. La credencial para votar con tatos candados, el sistema de identificación de los ciudadanos en las casillas, incluidos los cuadernillos con fotografía; la cantidad de representantes electorales de partidos y del Instituto Electoral, en fin tenemos una serie de indicadores preocupantes que hacen a nuestro sistema democrático de baja calidad y caro. El retiro de las candidaturas para Gobernador de Guerrero y Michoacán a través de una decisión colegiada tanto del Instituto Federal Electoral como del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, ha levantado la furia de los seguidores de Morena empezando por su cabeza, el Presidente López Obrador. La descalificación que se ha hecho de la resolución, más allá de los argumentos y las estridencias, es una pesada loza contra las instituciones electorales que nos regresa muchos años en el tiempo. Cuestionar al árbitro es cuestionar al juego democrático en su conjunto. Expresa un desdén por la ley. El debate y la competencia públicos no deben ser entre el árbitro y el gobierno, sino entre los partidos. Ellos, INE y Presidencia son observadores, no actores centrales del proceso. Estamos volviendo a los momentos de la desconfianza. El profesor Juan Linz, politólogo destacado que escribió sobre el autoritarismo y transición a la democracia en México, decía con bastante agudeza y razón que en México, en la época del régimen hegemónico, había democracia todos los días menos el día de la elección. Nadie tenía confianza. No la tenía el que ganaba y menos el que perdía. No había confianza en los partidos, las autoridades ni en los procesos o los resultados. La desconfianza es, ha sido, seguirá siendo al menos en el corto plazo y en vista de los acontecimientos recientes, el signo más notable de nuestro sistema electoral. No puede haber calidad democrática si no se restauran ciertos niveles de confianza en el sistema. Esto representa varias cosas: que el gobierno no se vuelva actor del proceso electoral ni por la vía de los mensajes o de los recursos. Me refiero a cualquier nivel de gobierno. Resulta poco serio negar que hemos ido evolucionando en la materia. El sistema electoral y la confianza en el mismo no podrá funcionar sin un ciudadano que exija, de inicio con su voto, la presencia de buenos gobernantes, se involucre en las tareas colectivas y haga como consecuencia más difícil que se deje de cumplir con la ley por las presiones de los gobiernos. Se ha cuestionado la resolución por esta desconfianza o certeza en que los gobernantes siempre “operan” para que no se afecten sus intereses o los de sus partidos, presionan, empujan, amenazan, patalean. Si solamente aceptaran el mandato de la ley que ellos mismos conocen, el sistema de votación funcionaría con mayores niveles de confianza. La cultura democrática es sin duda el producto de acciones, acuerdos, expectativas y resultados. No se agota en un momento ni se construye en un día. En un ámbito en el que no hay acuerdos sino marrullería, no existe la confianza. En el sentido inverso, la desconfianza es exactamente lo que prevalece en el sistema electoral mexicano. Todo resulta sospechoso y eso vuelve frágil, vulnerable al sistema. Hay un problema de origen que los partidos no han querido modificar por conveniencia propia, los operadores electorales del más alto nivel, es decir Magistrados y Consejeros Electorales, son electos con una lógica partidista en el Legislativo. Si las designaciones se hacen con base en el criterio político partidista a través de las Cámaras tanto de Diputado como de Senadores, los aspirantes de manera normal, lógica, natural, acuden en búsqueda de sus amistades para ser designados. A la vuelta de los días esto provoca la tentación de los partidos para solicitar el favor de quienes designaron. Este es uno de los temas a resolver, para que cada vez sea más el mérito y no la influencia, los elementos definitorios de la selección de los operadores electorales Y cuando tomen decisiones lo hagan con la confianza de estar apegados a la ley. Han sido los partidos quienes cambiaron las reglas de las que hoy rehúyen. Antes el peso de las sanciones por falta de fiscalización iba en contra de los partidos. Hoy, la carga es para los ciudadanos. Así lo dibujaron, por desconfianza. Ahí están las consecuencias. Si lo quieren diferente, simplemente que cambien la ley.