Gustavo Ogarrio Un frasquito de Pfizer alcanza para vacunar a siete personas. Y conforme se van llenando las jeringas se forma en los rostros el diagrama de una guerra incorpórea y contundente al mismo tiempo; la ecuación indescifrable y abigarrada de una época trágica todavía inacabada. El hombro al aire libre es un breve símbolo de un tiempo sin tiempo por el que se filtra la evocación de las y los que no llegaron al borde de este camino. Parece que todo se esfuma y que también se queda detenido en el espejo que es cada rostro: las muertes en los hospitales, los contagios casi masivos, las noches en busca del oxígeno…la amargura indecible que se cristaliza en la memoria y en el olvido de aquellas sillas en las que se espera la vacuna. Una mujer llora discretamente. Un hombre de canas recién estrenadas arroja comentarios alegres y pueriles. Ya están preparados los brazos y algunos tienen lista la cámara del celular. En el patio de una escuela inmensa con gradas al fondo los adultos vacunados vamos a reposar la inyección y a ser observados ante una posible reacción. Sube a las gradas un grupo de voluntarios que se hacen llamar algo así como Productores de Movimientos Corporales. Nadie se imagina que vamos a bailar. Primero dicen unas palabras: “son ustedes la generación que todavía jugaba en la calle”. También nos dicen que fuimos las y los que salimos por comida y a trabajar y a sostener la vida en el confinamiento…y los que más se habían contagiado. Esto último no me consta ni lo había pensado. Sin embargo, todo es tan rápido que estoy un poco contrariado en medio de este montaje tan conmovedor por la sobrevivencia. Comienzan a sonar las canciones del grupo Menudo y se invita a bailar para relajarse, para que fluya esa sangre encerrada a cielo abierto por más de un año. “Ven claridad, llega ya, amanece de una vez, claridad…”. Un baile y una claridad hechas de dolor, mucho dolor, angustia y una triste agitación de sombras.