Gustavo Ogarrio He cumplido años ya dos veces en esta pandemia. De un encierro sordino y agónico hemos pasado a un purgatorio a cielo abierto. He leído todas las felicitaciones que me han enviado como si fueran las promesas de mis ayeres no desperdiciados; como si también guardaran el secreto de lo que se esfuma y de lo que permanece. Mensajes breves de los cuales extraigo el néctar del pasado, los sonidos de tiempos ya cristalizados. El torrente sanguíneo de una estatua. Me siento gratamente abrumado por los mensajes y las felicitaciones. Contemplo como si fuera un bosque de aromas, rostros y sensaciones la suma de cada uno de ellos: ahí están indirectamente los días casi infinitos de la vida cotidiana antes de la pandemia. Sin embargo, lo más justo para mí ha sido enlazar esta modesta alegría que siento con una tristeza molecular que siempre se renueva. El virus ha estado muy cerca en los últimos días, a pesar de la relativa calma de los últimos meses, con su atmósfera de absurdo y de tiniebla; el padre de un amigo entrañable ha muerto de un infarto fulminante; personas queridas han terminado en el hospital...todas las angustias, ausencias y pérdidas sobre las que también vamos rehaciendo algunas de nuestras esperanzas más tenaces y sinceras. Nuestra inevitable carga de sobrevivencia. Los abrazos que me han enviado se parecen mucho al tiempo sin tiempo en el que se congela la memoria, esa que vamos preparando para usarla en los momentos de mayor peligro. Lo que se ha ido trágicamente alrededor de estos dos cumpleaños también guarda su contraparte en la que late y vive la cadencia hermosa y fugaz de los mejores días. Tengo la sensación de que todo esto me ha ayudado a “descumplir” estos dos cumpleaños: a celebrar sin celebrar, a estar alegre sin olvidar la tristeza, a vencer por un momento al esqueleto del dolor con la dignidad de los adioses que nunca llegaron.