Gustavo Ogarrio La primera vez que volví a sentir el vértigo de andar en bicicleta después de muchos años de no pedalear fue en la ciudad de Montevideo, el primero de enero del año 2004. Me había casado con Mariela un año antes y fuimos a que reconociera y a que me presentara el lugar donde había nacido y al que no había vuelto desde 1989, cuando regresó con su hermano y sus padres para que éstos últimos votarán a favor de que se juzgara a los militares por los crímenes de la dictadura, después de haber huido en 1977 de Uruguay, ya en pleno gobierno militar. Montevideo fue para mí ese cuadro de colores tristes, pero sumamente vivos, en el que las casas y los edificios nunca tan altos y las calles y las avenidas y la extensa rambla están dispuestos hacia el Río de la Plata en ese juntarse y vaciarse y volver a llenarse con el océano Atlántico. Una ciudad levantada para mirar eternamente a los ojos de ese río y de ese mar que son uno mismo. El primer día de cada año se celebra en Uruguay el día del transportista, por lo tanto, no hay transporte y la movilidad es la de una ciudad abandonada, desierta, huérfana de acciones: los únicos que se desplazan son aquellas y aquellos que van a la playa a tirar la resaca y a tomar mate y a dormir. Mariana y Ernesto nos prestaron dos bicicletas para recorrer la ciudad. Volví a sentir esa liviandad que viene de la velocidad y del viento en el rostro al cruzar los barrios como si los enlazara el silencio y el bisbiseo del pedalear. Ha sido uno de los días más felices de mi vida, con todo y que rechazo usar expresiones así de grandilocuentes. Y fue feliz porque se fue haciendo así con las evocaciones y los años, ya sabemos que la felicidad sólo es posible en la nostalgia o en la evocación de lo vivido, que limpia las asperezas de la propia experiencia y le quita el exceso de realidad que hay en ella.