Gustavo Ogarrio La bicicleta es para mí la infancia…y es tan rotundamente la infancia que jamás me atreví a volver a ella durante largas décadas. Creció en mí una distancia inconsciente y paralela al crecimiento monstruoso de la ciudad. La más profunda amargura de crecer, acumular años, volverse adulto, de envejecer, es hasta cierto punto invisible, no se reconoce en lo inmediato. Una de esas amarguras, ahora lo comprendo, fue mi abandono sin consciencia, sin tiempo, sin acta de defunción, de la bicicleta. Ella representaba para mí los largos recorridos nocturnos desde el barrio de Santa Catarina, donde vivíamos, donde nací, hasta la colonia Romero de Terreros o la colonia Florida o la Narvarte o hasta la avenida Revolución, que era al mismo tiempo un irrumpir silencioso en calles de luz menguante y casi desiertas, siempre ajenas, siempre de tránsito; la contemplación instintiva de las diferencias económicas y sociales: las grandes mansiones y la ostensible riqueza de algunas colonias todavía no estaban presas de los enrejados que vinieron después, quizás a partir de los años ochenta del siglo pasado; su desnudez todavía no era ofensiva, pero sí perturbadora. La bicicleta era el descubrimiento nocturno de las avenidas, de otras avenidas diferentes a las del día, aunque fueran las mismas. No es precisamente que mis bicicletas estén conectadas directamente a una sensación de felicidad inmóvil. Más bien, ocupan un lugar discreto pero poderoso en el centro de ese mundo en el que se suman diferentes escenas y emociones; esa infancia como el limbo en el que nada es bueno ni malo estrictamente hablando; en las bicicletas evocadas hay expectativas y excitación, largos pedaleos y desplazamientos; miedos y tristezas; así como algunas alegrías nada espectaculares, todo mezclado con cierta claridad que pone el acento de su evocación en recuperar la sensación física y atmosférica de esos recorridos.