Leopoldo González Cada día resulta más obvio el afán de cancelar toda expresión de pluralidad y disidencia en el país, con un esquema de persecución política que busca linchar y desacreditar a los opositores y eliminar a los disidentes. Al margen de si la idea es crucificar al neoliberalismo, echar tierra y lodo sobre los posibles adversarios del futuro o hacer de la del populismo la “Santa Cruzada de la Pureza” en nombre del impuro color del dinero, lo cierto es que en toda forma de populismo se esconde una visión punitiva del otro, que no siempre tiene sustento ni siempre es racional. México vive, desde hace años, un clima enrarecido con esas características, que se expresa en impactos mediáticos contra analistas e intelectuales, desapariciones forzadas de activistas, amagos y amenazas telefónicas, fabricación de delitos a la medida del opositor, terrorismo fiscal, anuncios espectaculares de que se va por este o aquel político y desaires hacia quienes optan por la verdad objetiva y la argumentación racional para exhibir las pifias del poder. No es exagerado afirmar que todo género de regímenes totalitarios, incluidas las dictaduras y las tiranías de toda laya, comenzaron normalizando la persecución política, luego la tortura policíaca y psicológica, más tarde la más cruda “demonización del adversario”, para acabar legitimando “campos de trabajos forzados”, de exterminio y de concentración contra todos los “infieles”. Mussolini, Hitler y Stalin son la manivela y la cadena de mando de esa maquinaria de horror y de terror que conoció el siglo XX. Lo extraño de todo esto es que, en pleno siglo XXI, aún hay individuos que erigen altares para rendir culto de adoración a estas almas enfermas; lo demencial de todo es que, luego de las experiencias totalitarias del siglo XX, todavía existen personas -en los umbrales de la inocencia de la fe- capaces de rendir pleitesía a estos monstruos de la paranoia ideológica y política. Ergo: cuando dos enfermedades del alma se juntan, puede decirse que no hay sistema de salud ni exorcismo institucional que pueda resolver su drama. La represión que en días recientes viven los pueblos de Cuba, Venezuela y Nicaragua, regidos por gobiernos que dicen actuar en nombre de la revolución (ese mito de las Cavernas), comenzó siendo hace décadas simple persecución, y es ahora una cruzada mortal contra “infieles” que se resisten a creer el dogma del “hombre nuevo”. Un capítulo parecido se vive hoy en México, bajo el gobierno populista de la 4T, con exfuncionarios federales encarcelados, activistas desaparecidos o asesinados, políticos en activo bajo asedio, gobiernos estatales en funciones y empresarios sobre los que pende la víscera presidencial, el anatema de la UIF, la persecución de la fiscalía y la Espada de Damocles de unos burócratas que sienten formar parte del “Tribunal del Santo Oficio”. El poder concentrado en una persona, por su naturaleza y alcances, es un tóxico que comienza por dañar las facultades y el buen juicio de su titular, pero sus efectos dañinos son expansivos y devastadores: deteriora también a su primer círculo y termina enfermando de ideología y fanatismo a sus seguidores. Esto explica, en parte, el inicio noble y bien intencionado de algunos regímenes latinoamericanos, que con el paso del tiempo acabaron siendo la versión agravada de lo que condenaban en sus adversarios y contrapartes, convirtiendo la solución que ofrecían y llegaron a encarnar en una huida del Paraíso o en una antesala del Infierno. Ocurrió en Cuba, donde Castro no pudo aterrizar la utopía humanista de los Rosacruces y los Jesuitas, pero a cambio pudo perpetuar la dictadura filocomunista que hoy son lágrimas y ríos de sangre sobre su pueblo. Lo intentó Hugo Chávez, y luego Nicolás Maduro, pretendiendo que ahí donde un populista ejerce el poder las soluciones caen del cielo y, cuando no, de la corte celestial que ayuda a cumplir las promesas de la Providencia. Pero el pueblo de Venezuela, como resulta claro hoy, es víctima de una narcodictadura y de una farsa sangrienta. En los años de la guerrilla centroamericana (1977-1981), poco antes de la Cumbre de Esquipulas, el presidente López Portillo dio su aporte y fue uno de los artífices de la caída del dictador nicaragüense Anastacio Somoza. Hoy, el presidente mexicano no sólo sale a defender a todo pulmón a la dictadura de los Castro, sino que brinda su respaldo a la dictadura de Ortega en Nicaragua. Así comenzó todo. Las dictaduras y las tiranías son cinco días o cinco meses de buenas intenciones; después son años y años de torturas, muerte, exterminio y humo, hasta que llega a ellas la condena de la historia. Luego viene la eternidad. México se halla en el inicio donde, para otros países, comenzó todo. A partir de mañana, México tendrá una historia dividida en dos etapas: la de los años de la “luna de miel”, y la de los años de la “luna de hiel”. Después vendrá la eternidad. Pisapapeles No hay dictaduras buenas y malas, ni tiranías de buen corazón y de mal corazón. Lo que hay son dictaduras y tiranías sin adjetivos: lo que las distingue -además del color de sus siglas- es la naturaleza de su maldad y la profundidad del daño que pueden causar en la vida y la memoria de los pueblos. leglezquin@yahoo.com