Leopoldo González En el inicio de su gobierno, avalado por votos y un gran entusiasmo popular, parecía que Andrés López era el hombre providencial que México esperaba hacía tiempo, y que además encabezaría una administración singularmente ejemplar. Ya sabemos que a nivel popular, elegir no siempre es un acto de la racionalidad; pero sabemos algo más: el entusiasmo popular por este o aquel personaje, casi siempre es la máscara que oculta necesidades psicológicas básicas en los individuos. En campaña, AMLO había comprometido que desde el primer minuto de su gobierno -no tres meses, no uno ni cuatro años después-, los delincuentes cambiarían el tractor y el harado por el fusil. Ya antes, en lo que pareció una burla de mal gusto y un alucine, el presidente exhortó a las huestes de malandros a “portarse bien”, porque de no hacerlo él atizaría el regaño de sus mamás. Poco después vinieron, en boca presidencial, dos afirmaciones que retratan de cuerpo entero a la malandrocracia estilo 4T: “los delincuentes también son pueblo” y, por si esto fuera poco, el despliegue de la ocurrencia “abrazos, no balazos”, que han detonado la ira indignada y una sensación de vómito social que se extiende por todo el país. Recordar el tuteo y beso a la mamá del Chapo, en Badiragüato, y la liberación de Ovidio en Culiacán, son hechos y evidencias -entre muchas otras- que indican la pública complicidad de un gobierno con quienes han forjado el México rojo de hoy. El señalamiento viene de los hechos líquidos, que hace varios meses preocupan a la DEA. Lo propio de las palabras -en cambio- es la reflexión. El punto es que, desde hace más de 20 meses, diversos hechos del dominio público indican que México avanza a grandes zancadas a la formación de una narcodictadura populista, por la ausencia del gobierno federal en el combate a “ciertos” cárteles y bandas criminales, el vacío en que opera frente a determinados grupos en la coordenada del Pacífico, la sospechosa ceguera de la UIF frente a estructuras de lavado de dinero, el abandono presupuestal en que se tiene la seguridad pública de varios estados y, desde luego, la presunta vinculación narco-poder que el 6 de junio hizo visible. Sería grave que, aprovechando la fe mediatizada de los aplaudidores de oficio y la conducta poco digna y honorable de una parte de la GN, Morena estuviese llevando a México a lo que podría ser un Estado delincuencial, quizás para exportar y fondear el modelo con escurrimientos fétidos de economía escondida. Al margen de que degradar a las fuerzas armadas desde el poder, exponiéndolas al escarnio público, pudiera significar una señal o un valor entendido para el negocio del crimen, empobrecer sus funciones reduciendo al sargento o soldado a la condición de albañil, o al general al rol de “florero”, pilmama o alfil, son situaciones que no tienen contento al militar de carrera ni a los mandos que conciben con dignidad el servicio a la República. En materia de seguridad, el mexicano es víctima por partida triple: de sí mismo por apoyar a gobiernos que alientan pactos de trastienda con el hampa; de las circunstancias por contribuir a la idealización por conveniencia de la subcultura del narco; finalmente, víctima de la inocencia de la fe, por seguir creyendo ciegamente en la utilidad de instituciones que no sirven a la seguridad pública del ciudadano. Con casi medio país bajo el control de grupos fácticos, y sin una acción gubernamental bien pensada y decidida a recuperar territorios, resulta claro a quién sirven los que dicen servir al mandato del pueblo. La del 6 de julio es, quizás, la elección en la que más puestos de elección popular y de gobierno pudo capturar la delincuencia organizada, tal vez porque la espiral de colombo-venezolización de México ya comenzó. La cifra de homicidios dolosos, entre 2019 y 2021, es la más alta de las últimas dos décadas en nuestro país, sin contar los otros delitos de alto impacto que a diario ocurren en las ciudades más inseguras del mundo, 50 de las cuales se hallan en México. Las realidades ilustran cifras y las cifras comprueban realidades. Hoy vivimos un nuevo capítulo del despertar del movimiento de autodefensas en Chiapas, Oaxaca, Veracruz, Guerrero, Jalisco, Michoacán y Sonora, cuyas causas serían objetiva y enteramente atendibles, de no ser porque el gobierno federal prefiere cantinflear con el asunto, hacer como que la virgen le habla, huir de sus funciones constitucionales. Un país descompuesto por las balas del crimen, con asesinatos de clara manufactura como el que segó la vida de Abraham Mendoza, es algo que debería conducir al gobierno -urgentemente- a combatir a los enemigos del Estado y a hacerse cargo del régimen constitucional. Pero no, no lo hará: es pedirle demasiado. Pisapapeles Si el que es habilidoso para mentir fuese habilidoso para gobernar, ni la prensa ni la intelectualidad crítica tendrían razón de ser. leglezquin@yahoo.com