Memoria de un tigre

Borges reconfigura poética y narrativamente al “tigre de fuego” de Blake, esto a través de representarlo como una metáfora en su sentido más amplio.

Gustavo Ogarrio

La figura del tigre irrumpe en la poesía de Eduardo Lizalde en 1970 y va a tener tal resonancia que servirá para unificar toda su obra, como “memoria del tigre”. ¿Cuál es el nuevo signo de este tigre que tiene la forma de los sueños y que es, al mismo tiempo, un “sistema de palabras”? No es el tigre sanguinario y hambriento, el que se complementa con el cordero y su relación de depredación y muerte; no es el tigre exotizado y violento, ni el tigre “real” que habita los “márgenes del Ganges”, ni la criatura viviente que “anda por las tierras”. Borges reconfigura poética y narrativamente al “tigre de fuego” de Blake, esto a través de representarlo como una metáfora en su sentido más amplio, como una cadena de analogías, y en su condición de prisionero, como se lee en el poema “El oro de los tigres” (1972): “Hasta la hora del ocaso amarillo / cuántas veces habré mirado / al poderoso tigre de Bengala / ir y venir por el predestinado camino / detrás de los barrotes de hierro, / sin sospechar que eran su cárcel”. Similar al tigre preso, está también el jaguar-tigre del cuento “La escritura del dios”, del mismo Borges, en el que ambos sentidos se fusionan: un jaguar en “cautiverio”, al otro lado de la prisión de piedra en la que está Tzinacán, sacerdote maya encarcelado en la conquista de Guatemala, y la “fórmula de catorce palabras casuales” inscritas como la “escritura” del tigre y que le darían a Tzinacán el poder de revertir los mismos hechos de conquista. Tzinacán deja que el misterio inscrito en los tigres muera con él, pero Borges deja ya grabada en la memoria poética y narrativa hispanoamericanas la transfiguración del tigre de Blake y a partir del cual Lizalde va a poetizarlo como ese tigre doméstico que nos mira desde la cocina.

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