Pintado de negro

De “Paint it black” salía una gracia lóbrega, una rebelión contra la hipocresía del mundo de los adultos, de todo sentido de autoridad.

Gustavo Ogarrio

Leo un mensaje en redes sociales: “Los Rolling Stones se empiezan a ir de este mundo”. Y desde que se escuchaba “Brown sugar” en el tocadiscos de mi primo, que vivía en la casa de enfrente, quizás en el año de 1984, yo ya sospechaba que no había otro mundo; que la consistencia de éste era tan dura y tan amplia que había muchos mundos que nacían a la menor provocación en su estómago; cortinas de terciopelo que separaban en grandes cuartos vidas y realidades atroces, casi siempre acompañadas de unas cuantas canciones. Lo que quiero decir es que al escuchar a los Rolling Stones yo ya intuía el despliegue de ese contrapunto entre sombras y colores a través de los años. ¿Cuándo nos comenzamos a ir de este mundo? ¿En qué momento los tambores y las guitarras dibujadas en las paredes de los caminos hacia la nada se combinaban con los propios círculos concéntricos de nuestras imberbes experiencias inaugurales? 

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Nuestra gran perturbación salía de “Paint it black”, del álbum “Aftermath”, de los Rolling Stones: nos concedía cualidades hasta entonces inadvertidas, un poder sobre nuestras propias emociones, un teñirse de oscuridad en un ritual de negación del mundo; un cuarto oscuro en el que se bailaba sin coreografía; éramos ese narrador de la canción que va dejando en negro a todas las realidades. De “Paint it black” salía una gracia lóbrega, una rebelión contra la hipocresía del mundo de los adultos, de todo sentido de autoridad; nacía una sensualidad sonora de danza primigenia en la guitarra inicial de Keith Richards y en el llamado de los tambores de Watts, para sucumbir en la belleza del arrullo en la voz de Mick Jagger al final de la canción. Desde entonces, cada vez que la escucho mi cuerpo y mi mente terminan exhaustos.