Jesús Silva-Herzog Márquez Tres epígrafes abren La cima del éxtasis (Trotta, 2021), el hermosísimo libro de Luce López-Baralt sobre la experiencia mística. El primero viene de los cánticos de San Juan de la Cruz: “Esto creo no lo acabará bien de entender el que no lo hubiere experimentado.” El segundo es de las Moradas de Santa Teresa de Jesús: “Es bien dificultoso lo que querría daros a entender, si no hay experiencia.” El último es del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal: “Es como explicarle a un ciego el color azul.” Las tres líneas anticipan la dificultad de encontrarle palabras al éxtasis y la necesidad, al mismo tiempo, de buscarlas y compartirlas, aún sabiendo su pobreza. La ensayista anuncia, desde la entrada, su fracaso: por más que se empeñe, por más que acuda a la poesía, a la teología, al arte, no logrará atrapar la vivencia. El místico, cita a José Angel Valente, “se debate entre la imposibilidad de decir y la imposibilidad de no decir.” La experiencia mística, dice la profesora de la Universidad de Puerto Rico, es una experiencia trascendente, al margen de los sentidos y de la razón. Segundos en los que se participa de la totalidad, de lo que, para muchos es divinidad. Un instante que permite ingresar a un no-tiempo, una brevísima inmersión en la eternidad. Un contacto con el abismo, el límite de la experiencia humana. El arte es la pista para nombrar lo inefable. En particular, para López-Baralt, la arquitectura. La Medina de Córdoba le presta imágenes para sugerir las revelaciones de su experiencia mística. La “sacudida estética” que vivió al adentrarse en aquel palacio, sus espacios, sus colores, el movimiento de sus resplandores le permite acariciar aquello que vivió y que resulta, por definición inaprensible. El instante único no puede encontrar forma en la razón ni en la palabra. Pero hay brillos que se le acercan, giros que todo lo envuelven, transparencias que disuelven el tiempo y dilatan el espacio. La piedra encuentra belleza en el movimiento. “Parecería que la temporalidad, reengendrándose sin cesar, estuviera detenida en un prodigioso instante de incandescencia policromada, en el que las piezas intercambiaban sus formas y sus colores en unas felicísimas nupcias de los contrarios.” Una cúpula que gira con la luz y que logra la armonización de los opuestos. El ensayo de López-Baralt es un recorrido erudito y gozoso por la literatura española y árabe, una colección de imágenes y símbolos, pero es, ante todo, testimonio. Es el intento de describir una experiencia que la autora vivió hace más de 40 años y que apenas ahora comunica en papel. Borges había advertido la desesperación del escritor ante el rapto místico. Si la vivencia mística es “simultaneidad avasallante”, el redactor escribe cuando ya ha sido devuelto a la cadena del tiempo sucesivo. Pero la arquitectura, que es piedra y es luz, que es quietud y tiempo, que es envoltura y derrame surte imágenes a la ensayista para describir la experiencia de vaciamiento y totalidad, de confianza y gozo, de abrazo y plenitud. Advierte una y otra vez la ensayista que en el 2016 ganó el Premio Pedro Henríquez Ureña que otorga la Academia Mexicana de la Lengua, que hablar de esa experiencia es cantar en vano. El paseo al que nos invita López Baralt es todo menos infructuoso.