Gustavo Ogarrio Voy por la tarde como una esponja de silencios que vigila el fin de los pájaros. Contemplo el parque y la fuente como si fueran el escenario de una batalla entre los ruidos de escoba que vienen de viejos barrenderos ya muertos y las máquinas de café que modernizan el sonido de la leche deslactosada al mezclarse con falsos azúcares. Se me ha olvidado mascar tabaco como a mi padre le gustaba hacerlo cuando jugaba beisbol. En algún lugar del pasado duerme el autógrafo que Babe Ruth le dio a mi tío y a mi padre una tarde que salía en ambulancia del parque Delta, el nazareno del bate crucificado de cansancio después de haber golpeado trescientas pelotas de jonrón. No encuentro las claves que me llevarán definitivamente a los ojos metálicos de mi abuela en su contemplación de los pájaros y de los pinos. Se han escondido en la bruma de las horas de mi infancia los caballos que hacían sonar sus cascos como un talismán en las noches frías de diciembre. La oscuridad es un invento de cicatrices viejas que nos cubre al cruzar los callejones y las plazas, una burbuja de pensamientos que estallan en diciembre. La derrota de mis brazos que no han logrado descifrar el enigma de los brazos de mi abuelo cuando tallaba la madera para hacer juguetes de colores para mis hermanas. La derrota de la materia viva sin acumulación de confusiones entre el pasado y el presente. Se desvanecen los días y las noches sin que logre interpretar la ecuación de los caballos, del beisbol, del tabaco masticado, de los pinos y de los pájaros que llevo en mi memoria. Tengo la esperanza de que algún día no muy lejano vengan a mí las palabras de un fuego sin estridencias que me ayude a nombrar ese secreto que se forma a través el tiempo, el idioma de las cosas serenas y de esa paciencia con la que se ocultan para siempre.