Gustavo Ogarrio Soy capaz de reconocer el mar que habita en las tres ciudades de roca en las que he vivido. Es un mar que nada tiene que ver con el asfalto y que, sin embargo, lo complementa. Soy capaz de inventar esas olas en mi memoria y traerlas en su silencio perpetuo de suaves espumas. He llevado el mar de regreso a esas ciudades porque las he visto morir por ausencia de puertos y de balsas. Me refiero a un mar primigenio que nada tiene que ver con hoteles de lujo o con restaurantes al pie del malecón. Me refiero a tres ciudades que son elegías en el transcurrir de un tiempo paralelo, sin tregua y sin espectáculos. Esto le sucede a los que, como yo, nacieron sin mar y se acostumbraron a anhelar algo más que una ciudad cercada por montañas y volcanes, por rumores y estridencias; calles que hace siglos fueron ríos y que ahora fracasan todos los días para simplemente sobrevivir en la soledad de su caída; a la larga, el tiempo derrota al asfalto y sólo persiste el anhelo del mar. Crecí con los labios llenos de lodos industriales, crucé puentes desde los que contemplé millones de automóviles en cuya violencia también me reconozco, me acostumbré al sonido de máquinas en una sucesión de estruendos que hoy también son, de manera oblicua, la biografía de mis deseos. Fui educado en la aceptación de todos los crímenes. Alguna vez solté mis blasfemias en pleno invierno: no hay Venus, no hay Trópico de Capricornio, no hay Cruz del Sur ni reyes garabateados en el cielo cuya magia se ha quedado sin señales para llegar al pesebre. Como ya lo dije, soy testigo de tres elegías y dueño de un mar inexistente. Prometo serles fiel y perdurar en la insignificancia de mis deseos, en el resguardo de sus catástrofes y empeños.