MATEO CALVILLO PAZ Asesinan a Roberto Toledo, comunicador de Zitácuaro, es a la una de la tarde, frente a las oficinas de su empresa. El país y el estado es un campo de desolación, por dondequiera asesinatos, sangre derramada. Hay un dolor muy grande callado, insoportable, una sensación macabra de terror. Estamos en un estado fallido o en un gobierno del crimen. Estamos totalmente desamparados, los sicarios de la muerte golpean en pleno día. El crimen se vuelve tan banal, tan normal, se cuentan los cadáveres como contar los animales sacrificados en el rastro o como hormigas que mataron con insecticida. Nadie hace justicia, a los asesinos no les pasa nada. La vida sigue igual, como si se hubiera muerto un perro, perdón por los hermanos que sufren esta suerte. El gran público se hace indiferente cuando no les toca en lo vivo. Se pierde la sensibilidad y la capacidad de reacción ante hechos graves y horrendos. Parece que perdemos los sentimientos humanos. Con todo y paralelamente hay un dolor larvado e indecible, ahí el virus de la violencia se sigue incubando presto a reaparecer pronto y con nuevas variantes. Las manifestaciones serán gravísimas e imprevisibles. El mundo del dolor de los deudos, de la esposa, los hermanos y los hijos es indescriptible, infinito. La injusticia es brutal, demoledora de los sentimientos sanos, devastadora. El crimen devasta a los criminales, los deshumaniza, los hace peores que fieras. Con mucha frecuencia vuelven a la carga, a matar. Hay líderes sociales que afirma que estamos no sólo en un Estado fallido sino en un estado de crimen. Otros afirman que estamos en un narco-estado. No es un secreto de que el Estado no hace justicia aplicando la ley para reparar el orden público. Es la anarquía, nadie defiende el pobre. La autoridad está para guardar apariencias. Esto sucede mientras las autoridades y los poderes fácticos se llevan muy bien con abrazos y no balazos, que define la política social, ya sabes de quien. La luz de lo alto La muerte violenta es fruto de la corrupción, es enorme, está viva. Tenemos una policía que no protege, deja un vacío total, estamos desamparados, no hay estado de derecho. En otros países se da la noticia: se cometió el crimen tal… El asesino fue detenido, o fue abatido tantas horas después. Aquí nunca pasa nada, los casos de impunidad se acumulan. Las autoridades involucradas todo lo arreglan con discursos. Inmediatamente salen a anunciar con muletillas ridículas, absurdas: estamos investigando, iremos hasta las últimas consecuencias, se hará justicia. La iniquidad es gigantesca, aplastante, nadie la toca. Con arrogancia el presidente afirma o decreta: hay paz social. Es cinismo y suena a burla, ¿de qué nos ven la cara? ¿Cómo los fanáticos, los incondicionales del Régimen, aduladores no ven eso? Todo crimen es gravísimo, pero la muerte violenta no tiene nombre. Nos hiere a todos, la sociedad se va degenerando, se adormece ante el asesinato, se va convirtiendo en una bestia capaz de lo peor. La muerte injusta crea sentimientos profundos y violentos. Se va gestando la ira, el resentimiento, el rencor, el deseo de venganza. Es una violencia muy potente que se va acumulando, con la capacidad destructora de una bomba atómica. La muerte violenta no es un hecho que se olvida, deja una huella viva y negativa. Es cierto que la moral de Jesucristo es de amor y de perdón, pero nuestros católicos están muy lejos, tal vez de vivir los sentimientos perfectos y divinos de Jesucristo. ¿Dónde queda la ley de Dios, la dignidad personal? Urge recuperar el sentido de la vida como el valor más grande, sagrado.